El Presidente no tiene quien le opere
Los conflictos se multiplican en el país. En unos cuantos días, un tercio de los gobernadores rompe el diálogo con la Federación, molestos con el centralismo y el reparto de recursos; mujeres agraviadas por la violencia y desatendidas por la autoridad irrumpen en la sede de la CNDH, un organismo que debiera estar al servicio de las víctimas, y campesinos chihuahuenses afectados por la sequía, que tiene sus cosechas al borde de la inanición, ven bajar el agua de las presas sin que nadie se apiade de su situación y hacen huir a elementos de la Guardia Nacional.
¿Qué tienen en común esas tres situaciones? Que se les dejó crecer. Ninguna de ellas salió de la nada. Llevan fermentándose por meses.
Lo extraño es que el presidente Andrés Manuel López Obrador, un hombre al que no le falta experiencia política, haya permitido que se salieran de control. El problema es que el tabasqueño actúa como hombre orquesta: vocero del gobierno y de sí mismo, historiador de la nación, interlocutor único de quienes tienen la suerte de ser recibidos en Palacio Nacional, intérprete del sentir popular, boletero de la lotería e incluso sembrador de árboles.
El Presidente no tiene quien le opere. No hay un pararrayos en el gobierno. Los problemas, cuando están al rojo vivo, son depositados a la puerta de su despacho. Y quizá porque no los entiende, no le interesan o desconfía de sus protagonistas, son descartados porque “ya se politizaron”.
¡Pues claro que se politizaron! Eran políticos desde el principio y la única solución que pueden tener es política. Esos problemas no se arreglan con “autoridad moral” ni restregándoles los 30 millones de votos con lo que López Obrador ganó la Presidencia. Necesitan una dosis de diálogo y acuerdos.
Nadie, cuando lo esencial está en juego y no tiene nada que perder, va a plegarse simplemente porque le digan que “las cosas ya no son como antes”. Los intereses pueden haber cambiado y hasta los modos pueden ser distintos, pero la necesidad de la política siempre está presente.
El Presidente ha hecho cambios en su gabinete, pero no ha atinado a componer la falla principal: la ausencia de operadores en temas clave. Acaba de desaparecer la principal subsecretaría dentro de Gobernación, la dependencia que supuestamente se encarga de desmontar conflictos y apagar fuegos.
En un gobierno que llegó al poder con la promesa de recomponer el tejido social y serenar al país, eso es inaceptable. Suponer que los inconformes van a bajar los brazos sólo por escuchar el sermón del Presidente en las mañaneras es una ilusión.
Ya lo dijeron los gobernadores, las mujeres, los campesinos: el Presidente no escucha y no hay nadie más en el gobierno con quien se pueda hablar. Con decir, “todo eso es político”, los conflictos no van a desaparecer. Al contrario, esos fuegos corren el riesgo de extenderse a otros pastos secos.
De algo podría servir un reacomodo en el equipo. El gabinete no está totalmente desprovisto de negociadores. Hay algunos y buenos. Ahí está Marcelo Ebrard, pero lo tienen buscando ventiladores y vacunas por el mundo, algo que debiera estar atendiendo el secretario de Salud. Pero también se necesita que el Presidente deje operar a quienes saben hacerlo. Me extraña que Alejandro Encinas, otro buen negociador, no haya intervenido para evitar la toma del edificio de la CNDH.
¿Qué impide a López Obrador delegar? ¿Será que no confía en nadie o que quiere hacerlo todo? Hace tiempo se jactó de que él palomeaba personalmente los viajes de los funcionarios. Si hace eso ‒además de dar conferencias todas las mañanas, cosa que lo obliga a dormirse temprano‒, ¿a qué hora realiza la planeación estratégica?
Un presidente necesita poder enterarse de los problemas cuando éstos ya están resueltos. Y eso sólo lo puede lograr un operador al que dejen trabajar y cuente con la confianza de su jefe.
Es demasiado importante lo que viene en los próximos meses: atender la peor pandemia, la peor crisis económica y la peor ola de violencia criminal que haya vivido el país en los tiempos modernos. Todo eso, junto con la realización del proceso electoral más grande de la historia del país, que arranca con un árbitro debilitado por los señalamientos de todos los participantes. No podemos, además, darnos el lujo de que estallen conflictos por todas partes.