En las nubes
Uno.- A los 17 años, Amado Paniagua fue el primer aviador mexicano capaz de realizar la vuelta “Immelmann”, una maniobra célebre entre los aviones de combate de la Primera Guerra Mundial. Consistía en quedar durante un segundo frente al enemigo y realizar de pronto un medio loop, para colocarse atrás de este, dejándolo a merced de las ametralladoras.
Paniagua fue también el primer piloto mexicano que perdió la vida en un accidente aéreo. En noviembre de 1918 tomaba parte en una exhibición realizada en el puerto de Veracruz. La vuelta que había realizado con exactitud durante un año no resultó y su avión cayó al mar envuelto en llamas. Una joven de 18 años que caminaba en la playa con sus amigas recogió el cuerpo, arrojado ahí por la marea. Le lavó la sangre de la cara, le cerró los ojos y le cruzó las manos sobre el pecho.
Medio siglo después, una mujer “que más o menos iba con el siglo”, se sentaba todos los jueves a comer un caldo de pollo en un puesto de madera colocado a las puertas del cine Lux, en la calle Miguel Schultz. La conocían como “Lola la aviadora”. Relata el historiador Rafael R. Esparza que un día el vendedor de caldos le preguntó por qué le decían así.
La mujer le respondió:
—Porque lo fui. Ahí donde me ve fui la primera mujer mexicana que voló en un avión.
Su nombre era Dolores Castillo Cordero. Era la joven que en 1918 había recogido en la playa el cadáver de Amado Paniagua. Días después del accidente una comisión de pilotos le fue a agradecer “la piadosa actitud mostrada ante su finado camarada”. Según un artículo publicado en La Opinión el 10 de noviembre de 1918, Dolores les dijo que si de verdad querían agradecerle la dejaran subirse a un avión. De acuerdo con una nota publicada por Excélsior en 1985, Dolores confesó muchos años más tarde que en los ojos del piloto había algo “tan extraño y distante” que quiso saber qué era lo que habían visto. “Me tardé en cerrarle los ojos porque su mirada era extraña, profunda”, dijo.
Fue necesario que el jefe de la zona militar le preguntara al presidente Carranza si era posible subir a la muchacha a un avión. El Primer Jefe envió un telegrama que decía que era preciso agradecer a la muchacha el “gesto patriótico” que había tenido, y “que enaltece a la Nación”.
Se sabe que antes de morir en 1913 en un quirófano, el arriesgado piloto Miguel Lebrija llevó a pasear por el aire a una misteriosa Esperanza Díaz de la que no se tienen más datos. Se sabe, también, que Lebrija planeó por la ciudad llevando a bordo a su madre y sus hermanas. Pero como estos vuelos no habían sido ordenados en un telegrama firmado por el Primer Jefe, le tocó a Dolores Castillo ocupar oficialmente el puesto de pionera en la historia de la aviación mexicana.
Fue el capitán José Rivera quien llevó a la joven “a las regiones etéreas del país azul”. El vuelo se volvió noticia. Varios poetas dedicaron románticas composiciones a “la Aviadora”. En los días del carnaval, la nombraron “Reina del plenilunio”.
Luego vino la sombra.
Dos.- El 7 de diciembre de 1932, el periódico La Prensa informó a sus lectores: “Ya tenemos una aviadora. Es una muchacha llena de ambiciones, de ideas aventurescas. Una muchacha valiente, con un corazón así de grande, que no cree en la supremacía de los hombres”.
Unos días antes, Emma Catalina Encinas Aguayo había sustentado en el aeropuerto de Balbuena el examen que le permitió obtener licencia y título de piloto aviador.
Según el diario, Emma Catalina se había elevado tres mil pies “para hacer sensacionales espirales”. A dos mil pies había realizado diversas acrobacias. “Hizo cinco aterrizajes a la marca, con motor parado, varios ochos y algunas otras cosas”, consignó el reportero.
La joven, de 23 años, nacida en Madera, Chihuahua, había revelado “amplios conocimientos en la aviación”, así como “serenidad y práctica”. Los escrupulosos pilotos que la calificaron le concedieron MB: la máxima calificación. Había sacado excelentes notas en conocimiento del aeroplano, conocimiento de los motores y reglamentación aérea.
Emma venía de una familia que había huido a El Paso en los días de la Revolución. Allá conoció a Roberto Fierro, el joven piloto que en los años 20 integró la primera generación de aviadores de la Fuerza Aérea Mexicana. Fierro abrió a fines de esa década una escuela de aviación en Chihuahua: Emma planeaba hacerse bailarina, pero la experiencia de volar lo cambió todo. Se inscribió en la escuela de su amigo, y cuando esta cerró porque Fierro fue llamado a dirigir la Escuela Militar de Aplicación Aeronáutica, ella decidió viajar también a la capital del país, decidida a convertirse en piloto.
Ninguna escuela la admitió. Las mujeres no entraban a esas escuelas en ese tiempo. Con ayuda de Fierro, logró convencer al general Leobardo Ruiz, quien autorizó que se le diera instrucción en la base de Balbuena. Así inició sus prácticas de vuelo y obtuvo la licencia número 54, que todavía se conserva en los archivos de la SCT (ella, con sombrerito ladeado y los labios pintados en forma de corazón, como se usaba en los 30).
“La primera aviatriz”, le llamaba la prensa. Se convirtió en “protegida del cuerpo aéreo mexicano”, luchó por que las mujeres pudieran acceder al sufragio y llegó a pilotear el avión presidencial. En los años 70 fue intérprete oficial de Luis Echeverría. Murió el 15 de noviembre de 1990, convertida en un emblema de la aviación mexicana.
Tres.- En 2020 hay en México más de mil pilotos mujeres. Dos de ellas, volvieron a ser noticia: Kennia Martínez y Carla Paola Pérez surcaron ayer el cielo de México durante el desfile militar: agregaron un capítulo a la historia que comenzó hace más de un siglo con “Lola la aviadora”, y a casi 90 años del primer vuelo de Emma Encinas.