En Ciudad Victoria este año se han vivido muchos días de sangre. La capital de Tamaulipas pasó de ocupar el sitio 90, en 2015, al sexto lugar nacional en homicidios dolosos con arma de fuego por municipios: van 81 ejecuciones en 2016, un promedio de tres asesinatos semanales.
Nada más en la última semana, se perpetraron tres masacres contra tres familias (la última ocurrió hace tres días, el jueves pasado). En total hubo 19 muertos: ocho eran menores de edad, cinco eran niñas (una pequeña discapacitada, que no podía hablar, fue acribillada con más de 20 impactos de bala). También había un bebé, de dos meses, con quien los sicarios tampoco tuvieron piedad.
Los enfrentamientos entre dos grupos criminales, dos cárteles, el de Los Zetas y el del Golfo, y sus múltiples bandas y escuadrones locales, y la muerte de inocentes, han causado jornadas de pavor y psicosis entre la población, incluso en redes sociales. El sábado antepasado, luego de las dos primeras matanzas, el hashtag usado en Twitter #prayforcdvictoria (reza por…) se convirtió en tendencia a lo largo de México.
El martes 12 la iniciativa privada, a través de la Coparmex, que habitualmente se dirige a las autoridades para exigir seguridad, envió un inusual mensaje a los criminales: Fidel Gallardo, presidente de los patrones en esta ciudad, pidió paz:
“Lo único que pedimos es que nos dejen trabajar, que nos dejen desarrollarnos”, expresó, al referirse a “la actividad de ciertos grupos delincuenciales”.
Gallardo mencionó los secuestros y extorsiones que hay en el lugar. Y con razón: Ciudad Victoria ocupa el primer lugar nacional en plagios denunciados por municipios desde 2012 y hasta mayo, con 204 casos, de acuerdo con las cifras del Sistema Nacional de Seguridad Pública.
El gobierno federal decidió enviar 600 soldados el viernes pasado para “combatir frontalmente a la delincuencia y restituir la tranquilidad y seguridad a las familias victorenses”, según declaró ese mismo día el secretario general del gobierno tamaulipeco, Herminio Garza Palacios, al anunciar la llegada de las tropas.
Durante el día no se aprecian grandes movimientos policiales ni militares en una urbe que parece tener una vida normal. Espejismo de zona semidesértica. Funcionarios del gobierno local, el de Ciudad Victoria aceptan que se ha incrementado la violencia, aunque no se sienten en un campo de batalla:
“No podemos hablar de Victoria como una zona de guerra, que creo que es la imagen o la sensación que se ha generado afuera de Victoria. Se suscitaron hechos violentos, hechos muy lamentables, todos estamos consternados, pero fueron hechos que se suscitaron en puntos muy específicos, muy focalizados en una zona de la ciudad. No es que la violencia esté por todas las calles y que estén matando y privando de la vida a personas por todos lados, por toda la ciudad, y que se esté generando un clima de guerra en la ciudad. No es así”, dice a MILENIO el secretario del ayuntamiento, Rafael Rodríguez Salazar.
Eso sí, reconoce que las vidas de los ciudadanos han cambiado:
“Todos estamos conscientes que ya no vivimos en la misma ciudad tranquila, en la que se vivía hace seis, siete, ocho, diez años y más para atrás. Con este tipo de acontecimientos nos ponemos un poco en alerta a todos. Y en consecuencia tenemos que tomar precauciones que antes no tomábamos y que no son malas tampoco, pero que eran innecesarias en el pasado, como procurar no salir a altas horas de la noche, procurar hacer nuestra actividad durante el día, vigilar bien nuestro entorno cuando salimos”.
Algo adicional, algo relativo a los sentidos, algo a lo que todos los victorenses se han tenido que ir acostumbrando, además de consultar frecuentemente en sus teléfonos móviles las redes sociales para estar pendientes de las situaciones de riesgo en distintos puntos de la ciudad, que alertan de la presencia de grupos de hombres armados, o de convoyes de camionetas donde se transportan sicarios.
“Tenemos que estar pendientes de lo que escuchamos, porque este tipo de actos de violencia inicialmente se dan con una serie de detonaciones de armas de fuego, con balaceras”, narra el funcionario a cargo de la alcaldía.
Sí, porque en Ciudad Victoria se dan historias de horror.
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Tiene la mirada tristísima. Quién sabe cómo es que decide ponerse ante la cámara para contar lo que le duele, lo que le destroza el alma, porque aquí todo mundo tiene miedo de hacer algo semejante. Nos vamos al pie de un cerro. Protegemos su rostro. Pocas personas pasan por ahí. Hace unas semanas no pudo enterrar a su hijo de 17 años. O sí lo hizo, pero no pudo enterrar el cuerpo completo: en el ataúd sólo iba la cabeza del joven decapitado. De cuando en cuando sigue recibiendo llamadas del Servicio Médico Forense. Le exhiben uno o dos cuerpos decapitados, y ahí va él, a mirar si los restos desmembrados de estos días, se parecen a los de su hijo.
—Me lo confundieron y me lo mataron. Toda la familia se puso mal. Al tercer día que no supimos de él lo encontramos ya muerto. Se ensañaron. Casi como pasa diario aquí, lo cortaron en pedazos.
—Qué duro… —digo por decir algo. Él cuenta que hasta la capacidad de apreciar los colores perdió, casi encegueció.
—Está duro. Yo lo fui a identificar. Uno está acostumbrado a ver los cuerpos de los que fallecen en los velorios, pero en este caso no se pudo, de lo maltratado que estaba mijo no se podía ver. Sellamos el ataúd. Su mamá estaba destrozada. Uno es un poquito más fuerte, pero igual, se siente el golpe. Es que te quedas ido. Cuando te dan la noticia no sabes qué onda. Miras las cosas de diferente color.
El hombre de pronto se enoja, piensa en la venganza, aunque se controla.
—Qué pensarán los jóvenes que andan haciendo ese despapaye, no sé qué pensarán. Es gente sin sentimientos que no conoce ni el miedo. No sé qué se metan, no sé cómo le hagan. Y nosotros, ya no sales, no te repones. Yo todavía estoy igual, en shock. Lo que me queda es encomendarme a Dios y cuidar de mis otros hijos para que no pase nada.
Solo tiene un leve consuelo el padre sin hijo: cree que su hijo murió retando a sus asesinos, con coraje, con valor. La cabeza sin cuerpo en el ataúd, el rostro, esbozaba algo.
—Me fijé en que él, primero como que le metieron algún tiro, dos tiros, no sé, porque presentaba tortura. Él era pesado, de huevos pesados. Y ese cabrón como que se fue riendo. Yo le dije a mi hijo mayor: “No, mira güey, este cabrón se fue riéndose”. Como que se burló de ellos cuando lo madrearon. Como diciéndoles: “Me la pelaron, putos. No me voy a rajar”. Y sí se lo chingaron, pero se llevaron un topón los batos con él.
La cabeza sonriente en el ataúd. Historia de sangre, de genes inmisericordes.
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Colonia Revolución Verde. Escenario de una de las matanzas recientes. Aquí hubo tres muertos, todos de la misma familia. Cuatro más sobrevivieron, aunque dos de ellos sufrieron amputaciones en un brazo y en una pierna. Todavía se ven manchas de sangre en distintos puntos del piso, en láminas, en una playera hecha bola. Hay perforaciones de balas, cuento una docena. Cristales rotos. La cinta amarilla del Ministerio Público que delimita una escena criminal. Un familiar de los ejecutados habla. Le protegemos el rostro.
—Destrozados se sienten.
—De hecho quién no estaría destrozado en estas circunstancias, pero más que destrozados estamos disgustados con las autoridades que no dan justicia.
—Se desató la violencia.
—Está desatada y los medios de comunicación no lo dan a conocer.
—Rencillas entre grupos delincuenciales, dijo el gobierno. ¿No tenían nada que ver con eso?
—No, no teníamos nada que ver. Se han ido a casas con gente inocente. Ya nada más por una hablada de alguien se han ido con gente inocente. Los que están metidos en todo esto no se golpean entre ellos, están acabando con gente inocente, con gente trabajadora, con gente que pone un negocio van y luego, luego y la someten a que haga pagos, extorsiones.
—¿A quiénes mataron?
—Mataron a mi cuñado, a la esposa de mi cuñado y a una sobrina de once, doce años.
—Había una niñita.
—Había una niñita que era discapacitada porque no podía hablar. La niña, se ensañaron con ella y con otro sobrino mío que le destrozaron la pierna, la va a perder.
—¿Y a la niñita le dieron balazos?
—Sádicamente, le dejaron caer toda la descarga en el cuerpo y la mano se la destrozaron completamente.
—Murió.
—Murió. ¿Quién no se va a morir como de veinte o treinta tiros? Estefanía. Hubo heridos. Mi cuñada está más o menos, porque fue un tiro casi al corazón. Y a mi suegra le destrozaron la mano. También ya se la amputaron. La niñita y mis cuñados fueron enterrados ayer.
—¿Miedo?
—Ya no es miedo. ¿Y por qué no es miedo? Porque si me estoy atreviendo a hablar, es que ya no tiene uno miedo. Ya nomás está uno esperando a ver a qué horas les va a tocar. Ya no es miedo.
—¿Cuánta gente hizo esto?
—Aparentemente fueron como seis, en dos trocas. También mataron a un perro. Era la adoración de mi cuñado y salió en defensa de la familia. Lo mataron. Dos balazos le dieron. Más hace un animalito por la familia que las autoridades. Se puede confiar más en un animalito, en un perro, que en las autoridades. El perro dio la vida por la familia.
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Colonia Ampliación López Mateos. Aquí mataron a 11 miembros de una familia: dos hombres y nueve mujeres, cuatro de ellas niñas, tres de ellas menores de diez años, según los vecinos. Aquí también había un perro. Un perro color miel, raza Chihuahua. Desde afuera, desde las ventanas, se aprecia que el piso de la casa todavía está lleno de sangre. Un cuarto también. Nadie limpió. Las luces están prendidas. Hay una marabunta de hormigas que se trepan de inmediato a quien se acerque a la puerta y muerden con violencia. En segundos llegan a los brazos y al abdomen. Provocan ronchas que duran días de comezón. El perrito está ahí adentro. Fue abandonado al interior del hogar. Ladra y ladra desesperado. Hace una semana que está ahí.
Días de sangre y horror en Ciudad Victoria.