El desencanto del populismo
Llevamos lo que va del siglo bajando por la rampa del desencanto de la democracia. Han sido años melancólicos, dedicados a constatar las debilidades de la democracia y a ver, en distintas partes del mundo, triunfos electorales, a veces abrumadores, de ostensibles enemigos de la democracia, así como el crecimiento de electorados ultras, racistas o xenófobos en muchos países centrales.
La lista de triunfos de dirigentes autoritarios dentro de la democracia es larga y a su manera contundente.
En América Latina, hemos visto esos triunfos en Venezuela, Bolivia, Argentina, Ecuador, Nicaragua, El Salvador, Brasil y México.
Es el rumbo tomado por la Rusia de Putin, la Turquía de Erdogan , la Hungría de Orban, la Bielorrusia de Lukashenko. Fue el camino de Gran Bretaña hacia el brexit y el de Estados Unidos hacia la presidencia de Trump.
Una extraordinaria sucesión de libros y ensayos nos han enseñado a pensar en estos años, con alarma y lucidez, que las democracias son mortales.
Y nos han mostrado las diferentes formas en que pueden extinguirse en un horizonte de regímenes tiránicos nacidos, sin embargo, de la propia democracia.
El proceso de la destrucción democrática de la democracia es sorprendentemente similar en todas partes. Un líder carismático se hace de la presidencia por legítima voluntad de electorados hartos, captura luego paso a paso los otros poderes del Estado, el legislativo y el judicial, neutraliza o destruye los órganos autónomos del propio Estado, cambia las leyes para concentrar el poder, lo concentra y, finalmente, diseña alguna forma de reelección o de permanencia atrabiliaria en el gobierno.
Quisiera pensar que la ola de gobiernos autoritarios, iliberales, populistas, que escalan el poder democráticamente llegó a un límite mundial en Estados Unidos, y que el ejemplo estadunidense correrá por el mundo poniéndole un término, o matizando seriamente, la ola del desencanto con la democracia.
Podríamos estar, en cambio, al inicio de una ola de desencanto con el populismo. O, al menos, en el principio de la certidumbre de que la democracia muere menos fácilmente de lo que se cree y se levanta en cuanto puede de lo que parecen sus cenizas.