El semáforo rojo
La Ciudad de México se encuentra en crisis sanitaria y en crisis ética. La primera es porque el coronavirus se aceleró y está saturando los hospitales, sin que haya medidas para persuadir con energía a la población que la pandemia está siendo transmitida por su falta de cuidado en la movilidad y en medidas preventivas. La segunda está directamente relacionada con la primera y emana de Palacio Nacional, donde el presidente Andrés Manuel López Obrador es el primer promotor del desorden. Atrapada en su lealtad subordinada y el número de muertos con los que va a cargar por su debilidad ante su mentor, está la jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum.
Sheinbaum no hace nada que no le autorice López Obrador, pero se le ha salido de la subordinación mecánica en el caso de la pandemia. Los datos que tiene desde hace casi un mes la llevaron a estar en la inminencia de regresar a la capital federal al semáforo epidemiológico rojo, por la forma como se habían acelerado los contagios y avanzaba la ocupación de camas. Sólo las presiones de Palacio Nacional la frenaron, obligándola a inventar diferentes categorías para el color naranja. No mover de color el semáforo evita temores –como el que se vuelva a apagar la actividad económica–, pero también genera confianza entre la gente, que por lo que se ve en las calles, le perdió el miedo al virus.
Tener que caminar en dos vías ha sido difícil, pero ha ido avanzando. En marzo fue obligada desde Palacio Nacional y por instrucciones de López Obrador, a que no cancelara el festival de música Vive Latino, que le generó muchas críticas por lo que se consideró públicamente como una irresponsabilidad. Lo mismo querían hacerle con el día de la Virgen de Guadalupe el 12 de diciembre, cuando el secretario particular del Presidente, Alejandro Esquer, cabildeó directamente con el cardenal Carlos Aguiar, arzobispo primado de México, para que mantuvieran abierta la Basílica. Sheinbaum trabajó con Aguiar, quien le dijo a Esquer que no habría festejos presenciales, lo que le permitió a la jefa de Gobierno no ser presa de la irresponsabilidad a la que la estaba empujando el Presidente.
Con López Obrador no hay nada qué hacer. Es absolutamente refractario a todo con tal de hacer su voluntad. Si hay más contagios o muertes, para él será un costo menor que el beneficio de tener la economía abierta. Ante la falta de alternativas de política pública para trabajar en paralelo la crisis sanitaria y mantener funcionando la economía a fin de que no afecte sus planes, los muertos del Covid-19 son meramente una estadística.
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Todavía ayer, a contra sentido de todo el mundo, dijo que los cubrebocas no eran indispensables. Allá él y quien le crea. El problema es que muchos sí le creen y al ver la forma relajada y descuidada como aborda la pandemia, lo imitan. No saben que López Obrador vive encapsulado, con un equipo de médicos que lo monitorea permanentemente y con pruebas de covid sistemáticas. Las posibilidades de que se contagie son, por mucho, menores a la que tiene un ciudadano común, que no tiene esas atenciones.
Sheinbaum se ha apartado de las directrices de Palacio Nacional para prepararse este invierno, que funcionarios del gobierno capitalino ven con gran preocupación. El aceleramiento de contagios superó a finales de noviembre el máximo de ocupación hospitalaria que tres meses antes había mencionado la jefa de Gobierno como el máximo para tomar acciones restrictivas y regresar al semáforo rojo. Demorarse ya ha ocasionado, de manera indirecta, que el número de muertes por encima del pronosticado para este año, se haya elevado en 38%. Y según las estimaciones de las autoridades locales, se va a poner peor.
Las autoridades sanitarias de la Ciudad de México están planeando compras de equipo médico para lo que se avecina en estos dos meses, sin esperar el apoyo del gobierno federal. Igualmente Sheinbaum, más allá de las decisiones que tome el subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell, sobre las vacunas, acordó con la Universidad Nacional Autónoma de México una red fría y que los institutos que tienen equipos de alta refrigeración, sean los que reciban las vacunas de Pfizer. No está claro si en paralelo está hablando con el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, que como ella también ha tenido enfrentamientos con López-Gatell, para establecer una logística que le permita trasladar las vacunas del punto de arribo a los súper refrigeradores.
Sheinbaum se ha abocado a la vacuna de Pfizer, que requiere esa red y que fue la primera en solicitar su aprobación en México. Ayer incluso, el secretario de Salud Jorge Alcocer, firmó un convenio con ese laboratorio estadounidense para adquirir 34.4 millones de vacunas. Con ellas, habría dosis para unos 100 millones de mexicanos, muchos de los cuales, según Ebrard, podrían comenzar a recibirlas a finales de este año.
Las acciones que ha emprendido Sheinbaum son las correctas, y políticamente ha salido bien librada con López Obrador porque, al mismo tiempo, ha cedido a la presión de no regresar al semáforo rojo. Sin embargo, no va a poder mantenerse en esa misma posición conciliadora, porque al no levantar la alerta y generar una nueva ola de conciencia entre los capitalinos, la movilidad se mantendrá y no habrá vacuna –si es que realmente comienzan a aplicarse a finales de diciembre–, que impida más contagios y muertes en la capital.
Sheinbaum tiene que reconsiderar el regreso al semáforo rojo lo antes posible, porque se le puede desbordar la ciudad. Los hospitales públicos y privados están regresando a pacientes con Covid. Las medicinas y los insumos ya escasean. López Obrador sigue en la negación total sobre este alto riesgo. La jefa de Gobierno no está sola. Si actúa en consecuencia salvará muchas vidas, aunque se enoje su mentor, el Presidente.