Medio siglo de una utopía
A la 1:04 de la madrugada del 18 de diciembre de 1970, un autobús de la línea Tres Estrellas de Oro partía de Morelia hacia la Ciudad de México.
A bordo iba un hombre de 64 años de edad, de aspecto sencillo, acompañado de un joven de 26. El primer pasajero llevaba, como único equipaje, una caja de zapatos.
Seis horas después, el autobús entraba en la capital. Justo afuera de la terminal, en Niño Perdido, se estacionó un Chevrolet, robado una hora antes. Tres hombres ingresaron en el patio en espera del descenso de los viajeros. Otro observaba la escena, con una metralleta bajo el abrigo, mientras el chofer se mantenía al volante con el motor encendido.
Apenas había puesto pie en el andén, el pasajero de la caja de zapatos se vio rodeado. “¡Servicio Secreto, entréganos la mariguana!”, le gritaron los hombres, disfrazados con bigotes falsos. Uno de ellos le arrebató la caja; otro dobló al acompañante de un puñetazo en el vientre. En dos minutos, el robo se había consumado.
—¿Qué es lo que viene a denunciar? –le preguntaron a la víctima en la comisaría.
—Me robaron al bajar del camión.
—¿Qué le quitaron?
—Una caja de cartón... con ochenta y cuatro mil dólares.
Así comenzó, hace exactamente cincuenta años, la breve historia de la guerrilla urbana en México. Los asaltantes eran miembros de un comando del Movimiento de Acción Revolucionaria (MAR), grupo insurgente que había nacido de las discusiones de cuatro estudiantes mexicanos en Moscú y que luego recibiría entrenamiento en Corea del Norte.
Uno de sus fundadores era Alejandro López Murillo, quien años atrás había trabajado como empleado del Banco de Comercio en Morelia. Cuando el grupo planeaba su primera acción expropiatoria, López Murillo se acordó de que el banco enviaba regularmente dinero en efectivo a la capital por autobús, en cajas, para no llamar la atención de los rateros.
Pese a todas las precauciones que tomaron los miembros del MAR para evitar ser detenidos –poniendo en práctica lo aprendido por sus instructores norcoreanos–, la casualidad hizo que cayeran rápidamente en manos de la policía.
El grupo rentó una casa en Xalapa, Veracruz, donde darían entrenamiento a nuevos reclutas. Aunque el lugar era discreto, el dueño del predio –un policía judicial retirado– comenzó a sospechar de los inquilinos y dio aviso a las autoridades.
Entre febrero y marzo fueron apresados 19 guerrilleros en Xalapa, Acapulco, Pachuca y la Ciudad de México. Interrogados en las mazmorras de la Dirección Federal de Seguridad y bajo tortura, los detenidos soltaron la sopa sobre su entrenamiento en Corea del Norte y la ruta que habían seguido para regresar al país, vía Moscú, Berlín Oriental y París.
El descabezamiento del MAR dio lugar a un conflicto diplomático con la Unión Soviética. El presidente Luis Echeverría, quien había tomado posesión el 1 de diciembre de 1970, responsabilizó a Moscú del entrenamiento que recibieron los guerrilleros. Ordenó el regreso del embajador mexicano en la URSS, así como la expulsión de cinco diplomáticos soviéticos.
Entre éstos estaba el jefe de contrainteligencia de la KGB en México, Oleg Nechiporenko, quien había llegado en 1961 y le había tocado entrevistar aquí a Lee Harvey Oswald, el asesino de John F. Kennedy, cuando éste vino a la Ciudad de México, dos meses antes del magnicidio, en busca de una visa para viajar a la URSS, misma que le fue negada.
Casualmente, el mismo día del asalto a los dos pasajeros del autobús –hoy hace medio siglo–, la Juventud Comunista de México celebraba un congreso clandestino en Monterrey, donde un grupo de militantes rompió con el partido y tomó también el camino de la lucha armada.
La guerrilla urbana en México tuvo una vida efímera. Para finales del gobierno de Echeverría, había sucumbido bajo la represión de las fuerzas de seguridad y los disensos internos, como los que llevaron al principal dirigente de la Liga Comunista 23 de Septiembre –el paraguas bajo el que actuaron los grupos armados surgidos en diferentes partes del país– a ordenar el asesinato del número dos de la organización.
Los jóvenes que soñaron con derrocar al gobierno e instaurar un sistema socialista de gobierno en México –animados por la historia de la Revolución Cubana– nunca calcularon la brutal respuesta que les tenía preparada un régimen que algo sabía sobre cómo tomar el poder a balazos.