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POLÍTICA ZOOM

¡La empatía, ese invento neoliberal!

Fue en mayo que rocé los primeros pliegues dolorosos de este año terrible. Entrevisté a una doctora del hospital del IMSS de Troncoso, quien me narró del horror que significaba para los enfermos de covid-19 entrar a terapia intensiva:

“La muerte no se puede ocultar aquí, me dijo, y tendríamos que hablar más de la soledad que sufren nuestros pacientes: una vez que ingresan dejan de tener contacto con su familia, con sus amigos, con otros seres; excepto nosotros, que vestidos con los equipos no parecemos humanos”.

Como la mayoría, este año sumé víctimas a mi consciencia, más que nunca. La violencia se ensañó con sus tres garras: crimen, enfermedad y precariedad. Por ello, mirar hacia otro lado dejó de ser un privilegio. Todos los días conté, o me contaron, historias a propósito del sufrimiento humano.

Pilar Cortés hace unos días me habló sobre el padre de su hija, un hombre que lleva preso cinco años por un crimen que no cometió, y que sin embargo confesó después de haber sido torturado. La niña tiene ya 11 y no ha vuelto a abrazarlo desde entonces.

Este año coleccioné una cantidad abrumadora de historias similares a las de Pilar Cortés. Tantas que se me volvió insoportable numerarlas o referirme a ellas en términos porcentuales. Aprendí que es inhumano utilizar términos como “el aplanamiento de las curvas” o “la disminución breve de las tendencias” cuando hay cientos de miles de vidas en juego.

En junio, un vecino apareció tirado dentro de un campo sin sembrar, con dos tiros en la espalda. Ese mismo día topé con el rostro dolorido de su hermano, incapaz de asimilar la tragedia. Rabiaba mientras se dirigía a un panteón al que no acudiría nadie más.

“La violencia convierte en cosa a quien está sujeto a ella,” escribió la filosofa francesa Simone Weil. Y, sin embargo, cabe también que la violencia nos haga sujetos indispuestos para seguir siendo tratados como objetos. Depende de la capacidad que se tenga para experimentar el dolor ajeno como si fuera propio.

El 24 de diciembre murió Estela Troya, se la llevaron los años. Dejó tras de sí una biografía dedicada a educar profesionales de la terapia familiar. Un oficio difícil para una sociedad enferma de violencia intrafamiliar.

“Los feminicidios son el único delito que no ha disminuido,” declaró hace unas semanas un funcionario con tono triunfante. Esta frase jamás podría haber sido pronunciada por una mujer.

“La máquina de matar tiene sexo y es masculino”, propuso Virginia Woolf con acierto. También la maquina de empatizar tiene sexo y es femenino. Los hombres solemos preocuparnos por la violencia, más en apariencia que en la realidad.

Hay tantos para quienes el cuerpo de una mujer es meramente un mensaje de guerra. El confinamiento no fue suficiente para contener las muertes violentas de las mujeres, la odiosa agresión sexualizada que solo el machismo impide nombrar como se debe.

Este año tuvo también como protagonistas hombres que promueven la guerra política. Una guerra que les parece justa todo el tiempo, en todas las circunstancias, contra todos sus adversarios.

Hombres que conciben a la humanidad a partir de bandos. A las otras violencias, ellos añadieron este 2020 la violencia política. ¿No podían haberse guardado la espuma y la rabia esta vez?

La madre de Yamel murió y ella no pudo despedirse. Se la llevaron al hospital y ahí se contagió. Ella permaneció en casa, desesperando. “Está siendo muy duro todo esto, necesito un abrazo,” me escribió a través de su teléfono móvil, acaso el más personal de los artefactos que nos hacen compañía por estos días.

Nunca imaginamos que los abrazos iban a ser un bien tan escaso. Son millones quienes únicamente se tienen a sí mismos. La soledad nos ha cercado. Para salvar la salud hubo que sacrificar la proximidad.

Con todo, nos hemos inventado otras formas para humanizar. En agosto el coronavirus entró a casa y con él las anécdotas más aterradoras de la temporada. Pero tuvimos mucha suerte: gracias a la bondad de los amigos y los parientes el hogar se recuperó.

Este año constaté que para poder habitar la incertidumbre se requiere del otro, de la empatía por los dolores del otro. En palabras de Susan Sontag, se hace indispensable “la mirada al dolor de los demás.”

Este año la compasión ha salvado más vidas que cualquier tratamiento, ha pacificado más regiones que los miles de piquetes militares, la compasión ha apoyado a más personas que cualquier promesa política.

Hace unas semanas el Presidente de mi país se burló de la palabra empatía; para descalificarla dijo que era un invento neoliberal.

Cometió una enorme equivocación: la empatía y su consecuencia, la compasión, son el principal aprendizaje de este año dolorosísimo.

@ricardomraphael

Ámbito: 
Nacional