Incognitapro

en tercera persona

La religión del misterio

Acababa de escribir que había en las calles de la capital una atmósfera de ruina, de desgracia, de tristeza. Al circular por Dr. Río de la Loza vi que habían abierto de nuevo, a unos pasos de la Arena México, una tienda legendaria donde venden máscaras de luchadores: Deportes Martínez.

Se iba la tarde y la tienda había encendido la luz de sus aparadores, llenos de pronto de color a mitad del tsunami que ha vuelto un cementerio tantas cosas.

Los cristales de Deportes Martínez custodian una pequeña gran historia: ahí se guarda la primera máscara de luchador que hubo en México.

En 1934, Víctor Martínez, un zapatero llegado de León, montó un pequeño taller en Santa María la Redonda en el que confeccionaba zapatos deportivos. En sus ratos libres frecuentaba las arenas de aquel entonces. Salvador Lutteroth había descubierto la lucha en libre en las ciudades texanas y se le había ocurrido traer a México ese espectáculo.

Martínez asistía tanto a las luchas que terminó haciéndose amigo de un luchador rudísimo, Francisco ‘El Charro’ Aguayo, exsoldado villista de la División del Norte, cuya rivalidad con el atildado, exótico Gardenia Davis, pronto iba a alcanzar tintes homéricos.

El Charro Aguayo encargó a Martínez que le hiciera unas botas especiales, unas botas para luchar. De ese modo la historia llamó a su puerta: comenzaron a buscarlos otros gladiadores, los primeros que se dedicaban profesionalmente a aquel deporte en México.

Cierta tarde, El Charro Aguayo llegó al taller acompañado por un luchador norteamericano: El Ciclón Mackey. Su nombre real era Corbin James Massey. El promotor Lutteroth lo había descubierto en una arena de El Paso.

Mackey no encargó unas botas, sino una máscara de piel, “algo que no me puedan quitar, que no se pueda romper; algo con lo que pueda cubrirme el rostro”. El zapatero le tomó medidas, hizo un par de diseños, eligió los materiales más adecuados. Al final confeccionó tres máscaras de piel de cabra, las primeras en la historia de la lucha libre mexicana.

Ninguna se ajustó a la cabeza del Ciclón. Le apretaban, las costuras se le clavaban en el rostro, le costaba trabajo ver. Salió del taller hecho una furia. Se llevó de mal modo, sin embargo, una de las capuchas: estaba por subir al ring y no tuvo más remedio.

Martínez tomó las cosas con filosofía. Se dijo que lo suyo eran los pies, no las cabezas y, apelando a un refrán famoso, volvió a dedicarse a sus zapatos.

Pero El Ciclón volvió a cruzar las puertas de aquel negocio. Porque, a causa del sudor, la máscara “dio de sí” durante la función y se ajustó a su cara como un guante. Se acababa de inaugurar una tradición: la tradición del misterio.

En noviembre del 34, Salvador Lutteroth dejó correr el rumor de que un “incógnito” había sido contratado para presentarse en la Arena Nacional. El promotor quería enfrentarlo con un luchador sirio al que nadie había podido derrotar: Ben Alí Mar-Allah, conocido como El Sheik.

Qué delicia leer las secciones deportivas de aquellos días. Paladear los titulares, los extraños encabezados, las notas repletas de detalles curiosos. En esos diarios está la primera foto de aquel luchador “incógnito”, que fue presentado como El Enmascarado Rojo. La foto enloqueció a la naciente afición mexicana.

El Sheik tuvo, sin embargo, una respuesta despectiva: “No voy a luchar con él. Primero, que demuestre su valimiento”. Según reporte de La Afición, el enmascarado contestó a El Sheik con estas palabras: “No sabes quién soy y por eso hablas así. Si lo supieras, te negarías a luchar conmigo. He vencido a otros de tanta o más fama que tú”.

Irritado, El Enmascarado Rojo pidió a Lutteroth que lo enfrentara con sus dos mejores luchadores. A Lutteroth se le hizo agua la boca. De inmediato, extendió un contrato que el enmascarado firmó con este nombre: “La Maravilla Enmascarada”.

Los boletos volaron en unas horas y La Maravilla demostró que era en efecto una maravilla. Jack Gorman y Dutch Bauer —con quien la naturaleza había sido tan impía que incluso era conocido como El Hombre Feo—, terminaron apaleados y con sus hercúleas humanidades arrumbadas entre las butacas, entre los aullidos del público.

El combate con El Sheik quedó pactado. La única condición fue que el sirio no intentara quitarle la capucha a su rival. Se comenzó a fantasear sobre la identidad de La Maravilla Enmascarada. Se dijo que era un aristócrata que luchaba de incógnito, a escondidas de su familia; también, que era un luchador al que nadie daba contratos porque estaba enfermo, y que al recuperarse había decidido enmascararse en busca de otra oportunidad: “Tengo mis razones, que no puedo publicar, para haberme enmascarado, y no quiero, por ningún motivo, al menos por lo pronto, que se sepa quién soy”, escribió él en una carta enviada a los diarios.

La historia era redonda: El Sheik fue vencido, aplastado en dos caídas. La Maravilla Enmascarada se convirtió en el fenómeno deportivo de aquellos días.

Dos años más tarde volvieron a enfrentarse en uno de los primeros duelos de “máscara contra cabellera”, y ahora fue El Sheik quien obtuvo el triunfo. El misterioso luchador era, en realidad, el propio Ciclón Mackey, que había debutado sin gloria en las arenas mexicanas y al que la máscara pareció haberle concedido, durante el tiempo de su apoteosis, poderes extraordinarios.

La Maravilla Enmascarada se desvaneció después de aquella noche. El Ciclón regresó a Estados Unidos y siguió luchando con otras máscaras y otros nombres (Mr. X, La Máscara Gris). Murió en 1979, después de 30 años de no pisar un ring. Para entonces la Arena Nacional se había incendiado, en su lugar estaba el cine Palacio Chino, y nadie recordaba al luchador que había desatado aquel extraño fenómeno colectivo: el culto del misterio.

En la ciudad devastada por la epidemia, ver iluminados otra vez los aparadores de Deportes Martínez es como ver que una antigua historia revive y regresa de la tumba. Una señal esperanzadora.

Ámbito: 
Nacional