El precio de no aplaudir
En solidaridad con los periodistas e intelectuales que son atacados cotidiana y sistemáticamente en México, desde Palacio Nacional, por el hecho de ejercer su libertad de expresión.
La semana pasada el presidente López Obrador presentó un resumen con las notas que varios medios habían presentado sobre el reporte —en todos sentidos catastrófico— de la Auditoría Superior de la Federación.
Como todos los años, los medios habían presentado los datos arrojados por la Auditoría, que hablaban de un quebranto histórico en diversos rubros. No era la primera vez que estos datos eran motivo de escándalo. Sí fue la primera vez que la Auditoría se retractó de sus propias cifras, alegando errores en la metodología.
López Obrador criticó a los medios que habían dado a conocer esa información “oficial”. Acusó a los periodistas de estar “al servicio del régimen corrupto”. Los acusó de engañar, manipular, tergiversar la realidad y les pidió que “se respete al pueblo”: “Que no trafiquen con la libertad de expresión”.
A lo largo de dos años, el presidente ha dedicado horas enteras a vapulear a la prensa, a sus críticos, a quienes osan señalar las ya incontables pifias de su gobierno.
Se ha publicado la lista infinita de adjetivos que López Obrador ha endilgado a medios, periodistas, escritores, historiadores, intelectuales, todo aquel que haga o insinúe la más leve crítica.
Más que datos y argumentos el presidente tiene descalificaciones que rozan la bajeza y agravian la investidura presidencial. Para no ir más lejos, el viernes pasado se lanzó contra una de las voces más lúcidas en nuestra conversación pública y una de las figuras intelectuales más intachables que hay México: “Se moriría de vergüenza su abuelo si lo viera haciendo esto”.
La Sociedad Interamericana de Prensa, SIP, ha mostrado su preocupación ante el sesgo “autoritario, ideológico y despectivo con el que López Obrador ataca a los medios” y ha señalado que esto “puede generar violencia” y que “periodistas y medios sean atacados físicamente”.
Organizaciones civiles internacionales —las mismas cuyos datos eran usados para demoler a los gobiernos de Calderón y Peña Nieto— han reportado que durante el gobierno de AMLO la crisis en materia de libertad de expresión se agravó en México.
2020 ha sido el año en que se ha cometido el mayor número de homicidios contra periodistas en México en la última década: el año más letal para la prensa, según un reporte presentado por el propio gobierno del presidente López Obrador (“Agravios contra periodistas y quienes ejercen la libertad de expresión”, elaborado por la Subsecretaría de Derechos Humanos, Población y Migración, que encabeza Alejandro Encinas).
Solo en el primer año del sexenio 609 periodistas fueron agredidos y 10 asesinados: 100% con respecto al primer año de Peña Nieto, 12% más con respecto a 2018.
Mientras todo esto ocurría, el presidente estigmatizaba individuos, socavaba el diálogo democrático; vapuleaba, acallaba, amedrentaba, descalificaba, insultaba, incluso calumniaba en un acto inadmisible de abuso de poder.
Artículo 19 le ha recordado al presidente que el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas expidió en septiembre de 2018 una resolución que “urge a líderes políticos, funcionarios públicos y autoridades, abstenerse de denigrar, intimidar o amenazar” a medios de comunicación o periodistas, puesto que esto los expone “a riesgos mayores que los del insulto”, y a que estos mensajes sean interpretados “como instrucciones, instigaciones o autorizaciones que pongan en riesgo la vida, seguridad personal u otros derechos de los periodistas”.
El presidente López Obrador ha hecho caso omiso de estas recomendaciones. Todos los días la emprende contra todo aquel que diga lo que este gobierno no quiere escuchar: sobre la catástrofe sanitaria, económica, de violencia e inseguridad que sacude el país como nunca antes.
Todo aquel que haga la mínima pregunta incómoda, corre el riesgo de ser “mañaneado” y recibir, durante las horas y hasta los días siguientes, un alud de vituperios lanzados por bots que actúan como humanos y lo que es peor, por humanos que actúan como bots.
Para muchos intelectuales, escritores y periodistas, la vida cotidiana consiste en vivir entre calumnias, amenazas, agresiones e insultos: el precio de no aplaudir.
A veces uno firma las notas, los artículos o las columnas, y el precio lo pagan otros. Ya que no hay empacho en traer a cuento asuntos de lo familiar, me permito contar una pequeña historia: iniciaron clases en el Colegio Indoamericano, en donde fue inscrita la hija de mi hermano, una adolescente que acaba de cumplir 15 años.
El primer día de actividades en la materia de Lógica, al momento de pasar lista, el maestro —cuyo nombre me reservo— reparó con maligna ironía en el apellido de mi sobrina.
Resultó ser un declarado partidario de la 4T. Además de aprovechar cualquier coyuntura para defender a su héroe político y criticar a “los vendidos” que escriben en su contra, el maestro se ha dedicado a denostar a todo alumno que no exprese su fe ciega en el supuesto proyecto transformador de México.
Mi sobrina no es responsable en modo alguno de lo que yo escribo. Parece que el maestro cree que sí. Desde el primer momento le mostró una actitud hostil, indiferente. Con agresividad pasiva, la ignoró, le negó la palabra. Finalmente la reprobó con el argumento de que “no cumplió con las actividades” y “no se conectó a la sesión”.
Se pidió una aclaración del incidente. Las autoridades escolares respondieron que en el colegio había libertad de cátedra y que el maestro solo había bromeado con el apellido de mi sobrina, ya que de pronto “tiene un humor sardónico”. Mientras tanto, ella (que la verdad, no conoce mi pasado) ahora se lamenta porque se ha convertido “en la primera reprobada de la familia”.
No parece entender, en fin, el presidente de México, la profunda grieta que ha causado y sigue causando en el país. En esa grieta, una adolescente puede ser la víctima emocional de un profesor fanático.