Está flaca la caballada, señor presidente
En su “mañanera” de ayer, el presidente López Obrador informó que “el otro día estaba haciendo un recuento de cuántos intelectuales de renombre han asumido una postura consecuente”, lo que para él significa una postura de apoyo a su gobierno: “Eran, según mis cálculos, diez”, dijo.
Titubeante, paradójicamente incapaz de recordar los nombres de algunos estos “intelectuales de renombre” (su vocero tuvo que soplarle apellidos, y a veces, nombres y apellidos completos), el presidente enlistó las potencias intelectuales con las que cuenta: “Elenita Poniatowska, Lorenzo Meyer, Enrique Galván (Ochoa)”.
Tras una digresión en la que recordó los nombres de intelectuales ya fallecidos que alguna vez apoyaron su movimiento (Carlos Monsiváis, Hugo Gutiérrez Vega, José María Pérez Gay, Sergio Pitol, Fernando del Paso, Arnaldo Córdova y Luis Javier Garrido), López Obrador concluyó: “Nos quedamos con muy pocos”.
Enumeró: “Fabrizio Mejía, Pedro Miguel, Damián Alcázar, Luis Mandoki, los dos hermanos Bichir, Epigmenio (Ibarra) y tres moneros (…): Hernández, Helguera y El Fisgón”.
“¿Y hasta ahí, eh?”, concluyó.
Si lo que el presidente quería era mostrar el “gran desequilibrio” que existe entre los diez intelectuales que lo apoyan y “los 2,200” que integran, según sus palabras, “la intelectualidad conservadora, cooptada, al servicio de una minoría rapaz” (es decir, la intelectualidad que ha marcado distancia de su gobierno o que de plano se ha convertido en crítica de este), solo consiguió exhibir la precariedad inmensa que lo rodea, la soledad en que se encuentra, la profundidad de su derrota en el terreno que sus sueños de grandeza histórica aspiraban conquistar: el de las ideas y de la inteligencia.
En el espectáculo más bien triste ofrecido ayer, el presidente López Obrador aceptó que el grueso de los intelectuales mexicanos le ha dado la espalda; la raquítica lista que enumeró con dificultad me hizo recordar un clásico del priismo de los años 70: aquella frase con la que el cacique Rubén Figueroa se refirió a quienes aspiraban a suceder en la presidencia de la república a Luis Echeverría.
Porque, con todo respeto, “la caballada está flaca”.
López Obrador ha encarnado un gobierno profundamente antiintelectual. Son innumerables las muestras de su desprecio por el conocimiento, y de su repudio hacia las ideas. Ha maltratado a la comunidad cultural, acusándola de corrupción, de abuso, de enriquecimiento: la ha golpeado con despidos, cierre de programas y recortes presupuestales.
Y al mismo tiempo ha beneficiado con ayudas, préstamos, contratos, proyectos millonarios y espacios televisivos a los “intelectuales” que él considera “congruentes”: quienes le hacen propaganda.
Hace un año anticipó el surgimiento de una nueva intelectualidad que bañaría al país de luz a la vera de su movimiento. “Así como surgieron los escritores, los pintores, los muralistas después de la Revolución, así se tiene que ir dando”, dijo en una “mañanera”. “Necesitamos los Diego Rivera, los Orozco, los Siqueiros, los Tamayo…”, agregó.
De momento solo tiene a tres moneros —y a un escritor al que Guillermo Sheridan le ha comprobado repetidamente sus plagios.
Gabriel Zaid señaló en su artículo más reciente que hay un declive observable en la esperanza que López Obrador despertó y que ha ido disminuyendo mediante la acumulación de sus fracasos.
Parte de ese declive está relacionado con el alejamiento y el rechazo de “los 2,200 intelectuales” que no están con él, ni con su proyecto de restauración del viejo régimen autoritario. La resonancia que tienen estas voces hace que la caída sea cada vez más observable. Y a él no le gusta ese espejo.
Es por eso que el presidente carga contra los intelectuales un día sí y el otro también. ¿Qué pasa cuando un gobierno se divorcia de la llamada “intelligentsia”? Ha ocurrido otras veces, muchas veces. Lo que suceda aquí lo constataremos pronto, o más o menos pronto.
De momento pensemos en los libros y en las obras que esa “intelligentsia” ha dado a México en los últimos 40 años. Pensemos luego en un presidente que se ha quedado solo, de espaldas a todo, escuchando las voces de esos diez que le aplauden, lo celebran y lo alaban.
Se entiende su molestia, su irritación, su resentimiento. Su enojo.