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EN TERCERA PERSONA

Un tema maldito

—Pero cómo te dejaron, Pancho—, dijo Álvaro Obregón moviendo con el pie el cadáver de su antiguo amigo Francisco Serrano, deshecho por las balas y los golpes que le asestó en Huitzilac el coronel Hilario Marroquín.

El día anterior, el secretario de Guerra Joaquín Amaro se había reunido con el presidente Plutarco Elías Calles y con el general Obregón, candidato a la Presidencia de la República. Les informó que Serrano se hallaba en Cuernavaca, con pretexto de pasar el día de su santo, aunque en realidad esperaba que se le unieran regimientos al mando del general Juan Domínguez.

Calles sabía que Serrano andaba levantando al Ejército para impedir la reelección de Obregón: ya tenía en la bolsa regimientos del Estado de México, Veracruz y Coahuila. Esa tarde el presidente declaró que antes de 48 horas Serrano y sus acompañantes estarían en manos del gobierno —y que “algo parecido” le sucedería al general Arnulfo R. Gómez, candidato del Partido Antirreleccionista que había llamado a Obregón “Álvaro Santa Anna” y había ido a refugiarse con los rebeldes de Veracruz.

El siniestro general Claudio Fox, que a partir de aquel día viviría amargado, torturado y lleno de miedo por lo que pasó aquel 3 de octubre de 1927 (“me miran con recelo, y muchos, en mi propia cara, hasta con desprecio”), tomó la carretera a Cuernavaca al frente de una columna y estacionó a sus hombres en Tres Marías, a ambos lados de la carretera.

Ahí le entregó al general Enrique Díaz González a Francisco Serrano y 13 de sus amigos. Los hombres de Fox les ataron las manos con alambres de púas y siguieron hasta Huitzilac. Como relata Alfonso Taracena, a Serrano le golpearon el rostro con una subametralladora, le cruzaron el cuerpo con “una hilera de tiros” y le patearon el rostro hasta que quedó convertido en una masa sanguinolenta. Sus acompañantes fueron acribillados y robados. A algunos les mutilaron los dedos para arrancarles los anillos.

El jefe de la policía de entonces, Roberto Cruz, culpó de todo a Obregón, a quien calificó como hombre “rencoroso y que no sabía perdonar”. En 1960, el propio Fox sostuvo que fue Obregón quien le dio las órdenes: “Yo he sido desgraciado toda mi vida desde aquel trágico 3 de octubre”, dijo.

En marzo de 1926, Obregón abandonó sus negocios y sus retiros de la política y viajó a la ciudad de México. El presidente Calles lo recibió en la estación de ferrocarril y lo alojó en el Castillo de Chapultepec. La prensa registró por esos días una declaración del Manco de Celaya: dijo que, si los conservadores seguían presionando, se vería forzado a volver a la política. No existía por cierto un partido conservador: así llamaban los revolucionarios a quienes se les oponían.

Antes de que terminara el mes, Obregón afirmaba que no había problemas legales que impidieran que abanderara una nueva candidatura a la Presidencia. Aarón Sáenz comenzó a promover desde entonces su reelección. Entre los primeros escandalizados estuvieron Arnulfo R. Gómez, antirreleccionista desde 1909, y Francisco Serrano, que era amigo de Obregón y lo seguía fielmente desde 1917.

En México, el principio de no reelección alentaba causas políticas desde que Porfirio Díaz se alzó en armas contra la de Juárez en 1871 (Plan de la Noria) y contra la de Lerdo cinco años más tarde (la rebelión de Tuxtepec).

Los dictadores creen siempre que les hace falta tiempo para culminar su obra. Díaz se reeligió una y otra vez durante seis lustros. Sin embargo, el triunfo de Madero en 1910 convirtió la frase “Sufragio Efectivo, No Reelección” en uno de los grandes mandatos nacionales: el principio rector de la Revolución. En 1916, Carranza modificó la Constitución de 1857 para reafirmar ese principio.

Una década después Obregón y su grupo comenzaron a repetir que los cuatro años de su gobierno (1920-1924) no le habían alcanzado para desarrollar su programa agrario “y culminar la obra de la Revolución”.

En esos días, el embajador de Estados Unidos James Rockwell Sheffield advirtió a su gobierno que el general iba en serio, aunque el antirreleccionismo en México era tan fuerte que probablemente tendría que buscar otras formas de detentar el poder, por ejemplo, colocando a un títere (Sheffield creyó que este títere era Serrano).

A finales de 1926, sin embargo, con el control total de la Cámara, los diputados obregonistas realizaron los cambios constitucionales que prohibían la reelección. Algunos senadores intentaron detener la reforma, pero finalmente la aprobaron e incluso extendieron el periodo presidencial a seis años. La CROM, que decía tener dos millones de afiliados, apoyó totalmente el proyecto.

Desde mediados de ese año había arreciado el conflicto religioso desatado en principio por los cambios constitucionales impulsados por Calles y el boicot lanzado por los católicos en contra del gobierno. Al paso del tiempo todo escaló: se decretó la suspensión de cultos y la Catedral Metropolitana quedó bajo custodia del Estado.

En ese mundo crispado por el grito de ¡Viva Cristo Rey!, Francisco R. Serrano y Arnulfo R. Gómez rompieron con el grupo sonorense y enarbolaron de nuevo la causa de la no reelección.

Por dicha causa, a Serrano lo asesinaron en Huitzilac y a Arnulfo R. Gómez lo fusilaron en Perote. Por esa causa un fanático religioso asesinó a Obregón en el restaurante La Bombilla: quería impedir que el sonorense regresara al poder y continuara la persecución.

Un siglo entero ha pasado desde esas muertes que, según el historiador Francisco Javier Meyer, provocaron que las puertas de la historia de bronce permanecieran “prudentemente entrecerradas” para Obregón. En ese siglo, toda idea de reelección presidencial fue censurada por los artículos 82 y 83 de la Constitución.

Según SPIN, el presidente López Obrador ha mencionado 127 veces el tema de su posible reelección. Un tema maldito en la historia de bronce que tanto le gusta. ¿Cuál es el objeto? No importa lo que esté detrás, en todo caso es un mal síntoma.

Ámbito: 
Nacional