Política Irremediable
La siniestra normalidad que sobrellevamos en este país ha incorporado un nuevo elemento: el asesinato de los candidatos que participan en las elecciones. Han muerto ya decenas desde que comenzó el actual proceso electoral.
El asunto, más allá de lo aberrante que resulta esta realidad, no es que deban contar —todos y cada uno de los miles que compiten por los cargos públicos— con la protección que pudieren procurarles las autoridades municipales, estatales o federales. La empresa, en sí misma, sería punto menos que imposible de solventar siendo, encima, que el Estado no es capaz de garantizar siquiera la seguridad que merecen los ciudadanos de a pie.
Pero es que no se trata de eso, además: la cuestión no es que un aspirante a regidor o un diputado en busca de la reelección deba estar acompañado de guardaespaldas o de agentes policiacos en todo momento; el argumento es que los participantes no debieran necesitar de dicha asistencia en primer lugar. Lo escalofriante es el deterioro de nuestra vida pública. Ahí es donde está el problema: hoy, el simple hecho de participar en una carrera política implica un riesgo mortal. Es algo verdaderamente inaudito por donde lo quieras ver.
La tarea, entonces, tendría que acometerse para resolver la situación de raíz en lugar de plantear acciones paliativas o estrategias que responden meramente a una causa primigenia, a saber, el imperio, en grandes partes del territorio nacional, de las organizaciones criminales.
La solución, hay que repetirlo, no es que cada candidato vaya acompañado de comandos armados, previo requerimiento suyo (en el colmo de la indiferencia, nuestras ínclitas autoridades han respondido, en varios de los casos, que las víctimas no habían solicitado expresamente que les fuera brindada protección). El tema sustantivo es enfrentar a un adversario mayor, combatirlo y neutralizarlo.
Lo que estamos viendo es que el Estado pierde facultades y atribuciones. Es algo gravísimo, señoras y señores, y nuestra pasividad ciudadana —una mezcla de resignación y desentendimiento que resulta, muy seguramente, de un mecanismo de defensa ante el impacto cotidiano del horror— no augura nada bueno, por no hablar de la escandalosa inacción gubernamental.
Las propias acciones de amedrentamiento que han emprendido los delincuentes y su abierta aniquilación de los aspirantes a los puestos de elección popular se dirigen precisamente a ocupar los espacios que el Estado mexicano les está cediendo progresivamente. Quien se les atraviese en el camino a las mafias —un alcalde, un miembro del cabildo municipal o un jefe policiaco— debe ser sobornado, en un primer momento, o asesinado pura y simplemente si persiste en su oposición. Hasta ayer mataban a empresarios, comerciantes y vecinos. Hoy necesitan nuevas víctimas. Así estamos en México.
Román Revueltas Retes