¿Quién es quién en la estigmatización de las voces críticas?
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Ana Elizabeth García presentará en las mañaneras el “quién es quién de las mentiras”.
El oficio al que me dedico enfrenta una campaña creciente de estigmatización.
“Quién no tolere la calumnia que se dedique a otra cosa”, solía decir Tomás Rojo Valencia, defensor de los derechos y las libertades de los pueblos yaquis. Sin embargo, esta vez no se trata sólo de calumnias, ataques o descalificaciones aislados. Estamos ante una campaña sistemática y deliberada cuyo propósito principal es conseguir el control político de un grupo determinado de personas.
Lo peor es que la campaña emprendida por la mayoría gobernante en contra de la reputación y la dignidad de las personas que nos dedicamos a la defensa de los derechos humanos y el periodismo encontró ya, entre un núcleo significativo de la población, un cuerpo donde reproducirse.
No hay comentario, texto, opinión o investigación que se publique en estos días por una persona dedicada a estos oficios que no despierte en las redes sociales y también desde el púlpito del poder una andanada de armas verbales para desestimar no tanto lo que se dice, sino a quién lo dice: chayotero, mentiroso, vendido, traidor, apátrida, calumniador, privilegiado, corrupto, neoliberal, conservador o miserable son solo algunos de los términos que, prácticamente en automático, merecemos quienes realizamos criticas o denuncias al poder.
Se trata de prejuicios, estereotipos y tópicos que no distinguen entre individuos. La primera premisa de cualquier campaña de estigmatización presume que todas las personas ligadas a una misma identidad, o a un mismo grupo social, merecen ser tratadas con similar rudeza.
En efecto, la estigmatización es una ideología enderezada contra un grupo y su éxito se mide por la capacidad que se tenga para intimidar, en lo individual, a los sujetos que integran a esa entidad.
Esta expresión de la filosofía del descarte usa connotaciones negativas seleccionadas sin azar para devaluar a todo individuo que pueda ser percibido por el resto de la sociedad como perteneciente al grupo estigmatizado.
El origen del término “estigma” viene de la antigua Grecia y tenía, ya desde entonces, como objetivo marcar a determinadas personas —esclavos, extranjeros, mujeres— para someterles a través de la humillación reiterada.
Los ataques rutinarios del poder contra la prensa y la defensa de derechos humanos nunca han tenido la intención de entregar contrapeso a la opinión pública, tampoco ampliar la información, ni distinguir quién es quién, entre los individuos que ejercemos estas tareas de manera profesional.
En un país con pulsiones antidemocráticas tan bien cimentadas como México, el poderoso no requiere en realidad de demasiado esfuerzo para equilibrar la balanza de la información y la crítica.
Estamos en verdad ante un acto de poder que deliberadamente busca presentar a estos oficios como “peligrosos,” por un supuesto potencial disruptivo frente al proyecto político que se cree moralmente superior.
A periodistas y defensores se les representa como un veneno social que exige depuración. El concepto del veneno social funciona con eficacia cuando consigue entregar rechazo masivo contra el grupo estigmatizado, es decir, cuando sus integrantes se vuelven tan invisibles como inaudibles.
Los promotores de estas campañas siempre hallan razones legales, sociales, naturales, morales o éticas para despedazar el honor, la dignidad y la reputación de las personas pertenecientes al grupo agredido.
Luego de la estigmatización suele venir la exclusión, el aislamiento y al final el exterminio.
No podría afirmar que esta campaña mexicana vaya a llegar tan lejos, pero tampoco tendría elementos para negar la posibilidad.
La dureza y la saña con la que el grupo dominante viene arremetiendo contra periodistas y defensores de derechos humanos no parece que vaya a detenerse con una orden de reversa en boca de sus provocadores originales.
Una vez echada a andar la campaña del descrédito, el destino de los grupos estigmatizados se vuelve tan peligroso como incierto.
El estigma tampoco conoce fronteras cuando marca a sus destinatarios. Sería equivocado suponer que esta campaña afecta sólo el ámbito público porque también entra a la casa, se cuela en el entorno próximo, revienta los cerrojos de la intimidad.
Frente a la campaña del descrédito también crece la distancia entre las y los integrantes de la comunidad apestada, más que todo por el miedo a ser identificado como la siguiente víctima directa de la arbitrariedad. No suele por tanto ser cierto que el grupo estigmatizado reaccione cohesionándose.
Entre las primeras fracturas del suelo que pisan los grupos estigmatizados está lo laboral. ¿Quién querría contratar a un sujeto demeritado, o más precisamente, quién se atrevería a desafiar manteniendo un empleado descartado desde la tribuna del poder?
Las empresas de medios, principal empleador de periodistas, están conscientes de la velocidad con la que esta campaña de estigmatización puede contagiarles con igual o peor descrédito. Y, ante la decisión de salvar el negocio o de proteger a un individuo estigmatizado, tienden a ser muy pocas las que toman la primera opción.
Una campaña de estigmatización se constata por la desproporción con la que el poder opera en contra de un grupo humano: todo se vale a la hora de reducir la libertad para que nadie estorbe, impida, limite o descarrile las decisiones del estamento dominante.
Se cuentan por miles los grupos estigmatizados a lo largo de la historia humana: gitanos, armenios, judíos, homosexuales, mujeres, adultos mayores, minorías religiosas y un largo etcétera que también ha incluido grupos descartados en función de su identidad laboral. Las cosas por su nombre: desde el poder mayoritario, en México se está experimentando una campaña de estigmatización cada día más riesgosa para quienes nos dedicamos al periodismo y la defensa de los derechos humanos.
Ricardo Raphael