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ESCRITO EN ESPAÑA

La foto del soldado Goran

Es frecuente que las novelas se inspiren en la vida real, o la imiten. A veces, sin embargo, es la vida la que imita a las novelas y lo hace hasta extremos asombrosos. Me ocurrió hace unos días, en el restaurante La Carboná de Jerez. Estaba comiendo en el salón grande, vacío, cuando llegó una familia. Había una veintena de mesas libres; pero, cumpliendo de modo inexorable la ley del barco fondeado, o sea, cuanto más cerca mejor, la camarera sentó a los recién llegados en la mesa más próxima a la mía. Aquello era absurdo, así que me levanté y, con toda la cortesía de que soy capaz, ofrecí mis disculpas a los recién llegados, que sonrieron comprensivos. Después fui a sentarme al otro extremo del salón y seguí comiendo.

Al cabo de un rato se acercó el cabeza de familia, o como se diga ahora. Era un tipo fornido, muy amable y con acusado acento balcánico. “Me llamo Goran y vivo en España, aunque soy croata —dijo—. He leído sus libros y artículos, pero eso no es lo que me trae a hablarle, sino que en el otoño de 1991 estuvimos juntos en Vukovar”. Dijo también su apellido, pero éste no viene al caso. Se mostraba conmovido, hasta un poco nervioso. Conversamos y resumió su historia. “Yo tenía dieciocho años y era uno de aquellos soldados a los que usted sacaba en el telediario combatiendo en la ciudad cercada”, contó. Lo miré con sorpresa. Al caer Vukovar, los defensores croatas, heridos o ilesos, fueron asesinados por los serbios. Cuando a finales de octubre, Márquez y yo, el equipo de TVE, salimos de la ciudad con los últimos heridos, se cerró la ratonera y todos aquellos chicos se quedaron dentro. Los amigos, Grüber, Ivo, Rado, Sexymbol, murieron. Los últimos 260 prisioneros fueron masacrados en la granja de cerdos de Ovcara.

—Me hirieron poco antes del final —aclaró Goran—. Una granada de tanque M-84 me alcanzó en el barrio de Borovo Naselje.

Mientras lo decía mostraba el lado izquierdo de la cara, marcado por cicatrices, y se tocaba el costado, señalando impactos de metralla. Después de aquello, añadió, como aún seguía abierto el paso por los maizales, pudieron evacuarlo a Osijek, y de allí pasó a recuperarse en un hospital de Budapest. Eso lo salvó del destino de sus camaradas.

—Mi mala suerte me trajo suerte —concluyó, sonriendo amargo.

Era asombroso, dije. Su buena fortuna y nuestro encuentro, treinta años después. La coincidencia. Entonces el antiguo soldado asintió, pensativo. “No es la única coincidencia”, apuntó. Sacó la cartera del bolsillo para mostrarme la foto de un viejo recorte de prensa: la portada de un periódico de octubre de 1991, con una fotografía sobre la defensa de Vukovar en la que seis soldados jóvenes caminaban por una trinchera. Señaló a uno y lo reconocí: era él, casi un niño, con uniforme y fusil. La foto, explicó, se había publicado poco antes de la caída de la ciudad y circuló como símbolo de la defensa croata. Pero también fue a parar a manos de los serbios, que pusieron precio a la cabeza de los soldados que aparecían en ella.

—Mil dólares daban por la mía —puntualizó Goran—. Como en su novela.

Nos quedamos mirando, sonriente él, estupefacto yo. Aunque estuvimos cerca uno del otro, en las mismas trincheras donde a él lo hirió el cañonazo serbio, no había tenido noticia suya hasta ese momento, en el restaurante de Jerez. Y sin embargo, en El pintor de batallas, escrita en el año 2005, yo mismo había contado la historia de un soldado croata, combatiente en Vukovar, a quien una fotografía de prensa situaba en el punto de mira del enemigo, que una vez capturado le destrozaba la vida. Era poco lo que, en tal sentido, separaba a mi imaginario Ivo Markovic del Goran auténtico.

—Nunca intenté vengarme del fotógrafo, como su personaje —concluyó—. Pero son dos historias parecidas.

Así acabó nuestra conversación. Fue un encuentro breve, de ésos que no necesitan de grandes palabras o gestos para ser importantes, o entrañables. Transcurrió con el afecto natural, también hecho de oportunos silencios, que dan ciertas experiencias vividas en común. Después, el antiguo soldado me dio su número de teléfono y volvió con su familia. Y hoy, cuando terminaba de escribir este artículo, lo he telefoneado para hacerle la pregunta que no hice: qué pasó con el resto de los chicos que lo acompañaban cuando le tomaron aquella foto.

—Muchos murieron —ha respondido—. Demasiados.

Ámbito: 
Nacional