La utopía de los mil días
El presidente Andrés Manuel López Obrador llegó a los mil días de gobierno lleno de palabras y con una visión de país limitada. Su llamada cuarta transformación está cargada de una ambición inconmensurable, aunque su visión se limita a cuatro obras de infraestructura, importantes por el tamaño, pero liliputiense para aquello con lo que se quiere comparar. Lo que sí ha transformado, pero que no forma parte de su utopía, es la comunicación política. ¿Dónde estaría López Obrador, que en tres años no ha dado resultados, si no dispusiera de su altoparlante mañanero? Probablemente viviría una desgracia mayor que la que sufrió el presidente Enrique Peña Nieto, cuyo repudio popular se fue acrecentando por incompetente.
López Obrador tiene un proyecto reciclado de sus años como jefe de Gobierno en la Ciudad de México, potenciado a nivel nacional. La mañanera es el mejor ejemplo, que empezó como un recurso en el ayuntamiento para jalar el arranque de las actividades de las autoridades locales para responder con celeridad frente a los temas que alteraban la imagen del gobierno, como robos a cajeros o incidentes viales. En la Presidencia lo quiso envolver como un “diálogo circular”, que también serviría para hacer “réplicas” a los medios. Mentiras para la gradería, porque lo ha usado para diseminar propaganda y una realidad alterna, que le han impedido el naufragio vergonzoso.
Su palabra arrolla y esconde verdades, como haber producido en lo que va del sexenio más pobres que sus antecesores y que el 70% de los programas sociales no haya llegado a sus destinatarios. Su política económica, prepandémica, promediaba el peor crecimiento en una generación, y sus ideas de desarrollo han destrozado el valor nacional. A la mitad de su gobierno, carga en su equipaje más homicidios dolosos que los presidentes Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto juntos, en el mismo periodo. Las libertades han retrocedido, la legalidad también, destrozando contrapesos y desmantelando reformas de segunda y tercera generación democrática.
No obstante, sus niveles de aprobación se mantienen altos, sólidos y estables. Roy Campos, presidente de Consulta Mitofsky, caracteriza el fenómeno de alta aprobación, frente a la desaprobación por sus resultados, porque sigue siendo un político que al hablar con el lenguaje simple de las mayorías, cae bien. Parece simplista, pero explica la densidad de nuestra sociedad. Calderón, que no tenía su carisma, tenía mejor aprobación para este momento en su administración, y Vicente Fox, otro populachero demagogo, tenía una similar.
Pero para eso le sirve la mañanera, para acotar, disfrazar, y engañar. Su presencia y locuacidad han logrado –un éxito importante imposible de regatear– que se retrase la conexión entre los pesares nacionales y su figura. Los problemas nacionales todavía no se le acreditan a la forma como gobierna, se le escurren, y existe una discusión académica sobre si en algún momento habrá un choque de confianza, donde se desplome súbitamente la credibilidad de López Obrador al empatar la gente sus crisis con él y culparlo de sus males, como ha sucedido en otros países con sus presidentes cuando se cae repentinamente el velo que ocultaba que engañaban, provocando una reacción en contra masiva, o si la narrativa de la mañanera le garantizará el blindaje sexenal.
La comunicación política es una herramienta fundamental de cualquier gobierno, donde además de informar y divulgar eficientemente, genera expectativas. Las que produce López Obrador todos los días, vestido como un gladiador que lucha contra todos los enemigos nacionales y universales que conspiran contra él para desbarrancar su proyecto transformador, construye un cielo azul para millones que, sin embargo, no tiene asidero con la realidad. Sin embargo le sirve para sus propósitos, pateando para adelante la realidad que vendrá. López Obrador domina la conversación, pero no la agenda.
Le importa más lo primero, porque le permite la manipulación colectiva y le regala a la gente temas de qué hablar, logrando evitar que la mayoría de quienes lo escuchan dilucide quiénes definen la agenda. Ya no se trata de la vieja discusión teórica sobre quién marca en qué pensar, sino cómo se desvía la atención sobre lo importante a pensar. La agenda se la imponen periodistas que le hacen preguntas sobre los temas que aparecen en los medios, que son las que provocan las reacciones importantes. Los análisis de Spin Taller de Comunicación Política sobre la mañanera muestran que sólo el 7% de los temas que aborda el Presidente en la mañanera aparece en las primeras planas de los periódicos al día siguiente.
Es común que la agenda la impongan Reforma o El Universal, Carlos Loret o Ciro Gómez Leyva, por citar a los más relevantes, a quienes el Presidente les contesta regularmente en su espacio de gobierno e instruye a su equipo para que les responda, ya sea corrigiendo lo que han hecho mal sus colaboradores o tratando de desmentir lo inocultable, como hizo la secretaria del Medio Ambiente, Luisa María Albores, frente a las denuncias de Julio Hernández en Astillero, que un Área Natural Protegida en San Luis Potosí se la iba a dar a inmobiliarias.
El escudo que le da su discurso ha permitido que la mayoría no se cuestione sobre el alcance de la llamada cuarta transformación. Un tren, un aeropuerto y una refinería, son proyectos de infraestructura que serán evaluados en sus méritos, pero ni a sombra llegan de la Independencia, la Reforma o la Revolución. El Presidente ve la dimensión de sus obras por cómo se percibe él, un fatuo transformador de la vida nacional, sin reconocer que sus sueños son de corto alcance, aunque gigantes cuando se ubican en su cosmogonía regional.
A la mitad del camino ya no habrá cambio de proyecto. Si le va bien con sus obras, dejará infraestructura, pero ni detonará el desarrollo ni será transformación. La mañanera será efímera y no sobrevivirá el sexenio. Tampoco podrá impedir el probable juicio político al que será sometido, que a este medio camino, ya comenzó.