“A los 12 años yo era un asesino a sueldo”
“Yo sabía que mis tíos se dedicaban al crimen organizado, andaban en las trocas, todos arriba artillados, con armas, caravanas y demás”, recuerda Iker, un adolescente de Nuevo Laredo que a los 12 años “se les pegó” a sus tíos. “Me gustaba cuando los veía con armas y chalecos”, dice.
Sus familiares eran miembros del Cártel del Noreste. Traían dinero, carros y joyas. A Iker le gustó “el poder, el dinero, el respeto: ‘ese güey es bien cabrón’”.
A los 14 años ya estaba en la sierra de Coahuila recibiendo entrenamiento por parte de un exmilitar. A los 15 ponía narcomantas y “secuestraba gente que andaba de chismosa”. Le pagaban de 15 a 20 mil pesos, sus padres le aceptaban el dinero y sus jefes le habían regalado de Navidad un carro nuevo.
A los 16 llevó a cabo su primer asesinato. Su tío le aconsejó: “Cuando no sea alguien de tu familia no tengas piedad, porque cuando te toque a ti no te van a perdonar”. Inhaló cocaína antes de cometer aquel asesinato.
Ese día, su célula asesinó a varias personas. “Al último le mochamos la cabeza, él nomás gritaba, por eso le encintamos la boca…”. Luego de aquel asesinato dejó de “sentir feo” al matar.
Participó en la muerte de varios “contras”, hasta que lo agarraron. “Nunca llegué a comandante”, se lamenta ante el equipo de Reinserta (organización que indaga en la violencia social y busca modelos de protección y prevención dirigidos a niños, niñas y adolescentes “que se encuentran en contacto con el sistema de justicia penal”) que fue a entrevistarlo al centro de confinamiento en el que cumple una medida preventiva de tres años.
Iker confiesa que al salir quisiera volver a lo mismo “por todo el dinero y por el placer”. Su historia es tan devastadora como la de Mauricio, otro adolescente entrevistado por Reinserta durante la elaboración del estudio “Niñas, Niños y Adolescentes Reclutados por la Delincuencia Organizada”, cuyos hallazgos serán presentados el próximo miércoles.
A Mauricio, originario de Coahuila, el Cártel del Noreste le asignó una “sombra” para que lo entrenara en la sierra de Sabinas. Mientras se adiestraba conoció a otros adolescentes reclutados en el Edomex, la Ciudad de México y Nuevo León.
Mauricio era menor de edad y para él “matar personas era como matar animales”. Torturar gente pasó a formar parte de sus rutinas: “Les hacíamos madre y media, cosas que ni se imaginan, no era nada más meterles un balazo, si no nos decían lo que preguntábamos les volábamos un pie, luego el otro…”.
Pronto lo hicieron comandante, a cargo de tres patrullas de ocho sicarios. Luego de ser detenido en un retén se enteró de que su hermano menor también había sido reclutado: solo a que él lo mataron en un enfrentamiento.
Reinserta visitó menores de edad en internamiento a lo largo de siete estados: Tamaulipas, Coahuila, Nuevo León, Estado de México, Guerrero, Quintana Roo y Oaxaca. Realizó 67 entrevistas de las que emergió una realidad que las autoridades no han querido reconocer.
En esos testimonios está el registro de un país en el que los niños de entre 9 y 11 años son reclutados por los cárteles para llevar mensajes, informar, robar, secuestrar e incluso asesinar.
La imagen de un país en el que la violencia y el delito comienzan muchas veces en el propio domicilio: A Pablo, originario de Saltillo, su padre le enseñó a pesar, quemar y preparar la droga: había convertido su casa en un punto de venta y pronto le encargó a él atender a los clientes.
A los 12 años Pablo trabajaba ya para los Zetas. Un día, sus jefes le ordenaron “reventar” la tienda de su padre —que vendía la droga de otro cártel— y asesinarlo. A cambio de la vida de este, Pablo tuvo que matar a tres personas y entregar información sobre otros puntos de venta que él conocía.
Así desfilan las historias de niñas, niños y adolescentes que viven en ciudades del norte, del centro, del sur de México. “Mi primera prueba fue sencilla, tenía que balear a un vato para quitarle la motocicleta… a partir de ahí fue puro matar, matar, matar…”, recuerda Héctor, hoy de 16 años. “A los 12 años yo era un asesino a sueldo —relata Jacobo, reclutado por el Cártel Jalisco—. A veces los ‘pozoleábamos’, los descuartizábamos o los matábamos a puros disparos”.
Montse narra que a los 15 años asesinaron a su novio, hijo del jefe de un cártel, y que un día el capo la contactó para que lo ayudara a encontrar a los culpables. Terminó “envuelta en todo”, participando en secuestros y homicidios cometidos en Michoacán, Guerrero y Jalisco.
El estudio hace estallar entornos de abandono, negligencia, pobreza, desigualdad, violencia familiar y ausencia de figuras paternas. Todo esto acompañado por ausencia del Estado y la complicidad de policías y militares. Tal vez 30 mil niños mexicanos están haciendo hoy labores para el crimen organizado.
Pero nadie atiende esta realidad. Esos niños están solos. “No hay una forma de operar, integradora, que construya propuestas reales y eficaces para salvarlos”, concluye el estudio.
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