¿Que nos consulten o que ellos decidan?
Se celebraron “consultas populares” para detener la construcción del nuevo aeropuerto de la capital de todos los mexicanos y también para que no se terminara la edificación de una planta cervecera en Mexicali.
En el primer caso las pérdidas oscilaron entre los 100 mil y los 231 mil millones de pesos (según resulten los números de mediciones realizadas de manera complaciente o se deriven de cálculos más estrictos) y, en lo que toca a la decisión de que no se produjera cerveza en la ciudad fronteriza, en las cuentas de la firma Constellation Brands se generó un agujero de 665 millones de dólares.
Esas acciones del gobierno han atemperado grandemente los ánimos de los inversores que pretendían emprender proyectos en este país porque quebrantaron directamente las certezas jurídicas que necesitaban. No cuentan ya con la confianza de saber que los contratos celebrados se van a respetar y temen, con justa razón, que la realización a modo de otras “consultas” pueda echar por tierra los acuerdos legales convenidos con anterioridad y significar, en los hechos, muy malos negocios.
La reforma del sector eléctrico que propone el Ejecutivo tendrá un impacto mucho mayor en los sectores productivos del país que las referidas cancelaciones y, sin embargo, no será objeto de un plebiscito. Justamente por la trascendencia del tema (no es ya asunto de parar obras sino de cambiar las leyes), algunos analistas de la vida pública proponen que se lleve a cabo una consulta popular luego de haber implementado, a su vez, una intensa campaña de informativa para que estemos enterados de qué va la cosa realmente. Argumentan, los promotores de este esquema, que los ciudadanos no estamos debidamente representados en nuestro congreso bicameral y que los encargados directos de aprobar la iniciativa presidencial –diputados y senadores— carecen de la solvencia necesaria para tomar una decisión que nos afectará grandemente a todos los mexicanos.
Estos cuestionamientos surgen muy a menudo cuando se trata de calificar a nuestra clase política. Los enjuiciadores llegan a preguntarnos, por ahí, si sabemos el nombre del diputado que nos representa en nuestro distrito y, a partir del desconocimiento que podamos exhibir, impugnan su facultad de tomar decisiones en nuestro nombre.
Algo hay de eso. Pero, caramba, ya votamos una vez y la presencia de los parlamentarios en las cámaras donde se tramitan las leyes resulta de un proceso establecido, es parte consustancial de la realidad de la democracia. La cuestión no es que tengamos que estar siendo consultados a cada momento sobre esto o lo otro. Tendríamos que poder confiar plenamente en nuestros representantes y sanseacabó. Pero, justamente, ahí está el problema: el aparato público de México es desalentadoramente inoperante.
Román Revueltas Retes