Violencia, crueldad y la política del resentimiento
Contrario a la versión infantil que hizo temprana pedagogía emocional respecto de la maldad, una situación de violencia generalizada, como la que dolorosamente caracteriza a la época, no es causada por antihéroes predestinados a imponer el mal, sino por ambientes sociales configurados para envilecer a las personas.
También, contrario a creencias tan antiguas como la especie humana, la fabricación de esos ambientes no ocurre por la intervención de fuerzas extraterrestres ni metafísicas, tampoco por obra exclusiva del azar, sino por una larga serie de acciones equivocadas que salan la tierra donde debería germinar la buena voluntad.
Si la violencia y sus víctimas todavía importan, igualmente habría de ser relevante todo cuanto influye en ese ambiente que atenta contra la convivencia pacífica de los seres humanos.
Lo primero que debe advertirse es que la violencia está íntimamente ligada al poder que se obtiene de perfilar las aristas más obvias del resentimiento. A partir de la sobresimplificación, el discurso que explica los dilemas sociales como si se tratara de un juego entre fichas de colores blanco y negro, exacerba los prejuicios y las creencias más primarias.
La clave es crear un universo verbal donde se identifique sin ambigüedad tanto el “nosotros” como el “ellos” para luego dotar de un ánimo de superioridad moral al primer grupo, mientras se asignan connotaciones repugnantes para el segundo.
Cuando es exitosa la política del resentimiento, el enemigo suele representarse como el mal en su estado más puro. Ciertamente la guerra es inconcebible sin una idea incontrovertible del adversario, ese sujeto abstracto cuyo único derecho concebible es el que le permitiría reconocer su propia culpabilidad.
En esta lógica existe un vínculo también estrecho entre el idealismo y la violencia. La ambición de edificar una sociedad perfecta paradójicamente se convierte en una trampa para atraer al mal. Sucede así cuando los altos valores del “nosotros” anulan cualquier posibilidad de conversar, negociar y, desde luego, colaborar con “ellos”.
Esa presunta superioridad moral explica fenómenos tan crueles en la memoria de la humanidad como lo fueron El Terror que siguió a la Revolución francesa, las purgas estalinistas o la barbarie impuesta en Camboya durante el régimen de Pol Pot.
La arrogancia aporta legitimidad a la venganza que se justifica por la pretensión de predicar lecciones al oponente.
Luego, una vez legitimados los motivos de la agresividad propia, suelen en revancha relajarse los mecanismos del autocontrol inhibitorio de la violencia.
En este punto es donde entra a escena la crueldad, es decir la violencia convertida en espectáculo. Su ejemplo más socorrido es el linchamiento público. La teatralización del resentimiento que exhibe su peor dentellada.
Una vez cruzada esta línea la ausencia de empatía es prácticamente total. Se hace materialmente imposible calzarse los zapatos ajenos porque de otra manera podrían asomarse el remordimiento, la responsabilidad o la culpa.
Por esta mecánica es que la crueldad escala y se refuerza, se vuelve, en efecto, adictiva. Al mismo tiempo tiene un efecto práctico porque el espectáculo de la violencia impide que las personas integrantes del “nosotros” defeccionen y también que “ellos” se atrevan a desafiar con sus propias razones. En otras palabras, la crueldad se convierte en una política pragmática que ayuda a evitar resistencias futuras.
La mecánica descrita en estos párrafos ayuda a analizar principalmente la violencia política, tanto la verbal como la física, pero igualmente sirve para explorar la violencia de la confrontación dentro y entre las organizaciones criminales, así como la pugna entre bandas barriales, la crisis dentro de las familias y presumiblemente también la violencia entre las parejas.
Una vez que el perpetrador se convence de que su razón es inatacable y que logra conseguir una situación confortable de poder y asimetría es inevitable el daño dirigido hacia la persona o personas que resultarán víctimas.
El grupo humano tiende a ser más violento que las personas que lo integran. Como sucede con otras especies, la manada es más feroz que el sujeto. Por eso la violencia a gran escala y la acción política van de la mano. Sin voluntad de poder no es posible galvanizar un contingente amplio, el cual es clave para que un ambiente propicio para la violencia logre generarse.
La política del resentimiento se vuelve en este sentido vital porque ayuda a cohesionar al “nosotros” con argumentos primarios, pero muy eficaces.
Decirle a la gente lo que siente con el vientre es esencial para desactivar los limites que regulan las pulsiones de destrucción. De ahí que quien ejerce liderazgo a partir del resentimiento suela presentar los hechos desde una retórica explosiva, polarizante, cargada de expectativas a la vez de triunfo y venganza; el propósito es alimentar el apetito de guerra y confrontación.
La política del resentimiento es simplista y simplificadora, pero suele ser enormemente eficaz para causar daño.
Una vez que se echa a andar, los puentes entre la violencia verbal y la violencia física desaparecen para volverse ambas la misma cosa.
Este texto proviene de una serie de notas tomadas por el autor a partir de la lectura del libro de Roy F. Baumeister El Mal dentro de lo humano, violencia y crueldad.
Ricardo Rafael
@ricardomraphael