Militares, como momias
Miles de soldados de las Fuerzas Armadas y la Guardia Nacional fueron desplegados en varios estados del país para apoyar a gobernadoras y gobernadores de Morena para controlar la inseguridad y disminuir la violencia. Será un nuevo despilfarro de dinero porque no parará la violencia. Los militares son parte de una nueva puesta en escena para aparentar que el gobierno está enfrentando al crimen organizado y a la delincuencia, cuando en realidad no lo está haciendo. Las órdenes se mantienen, no confrontar, sólo contener. Las organizaciones criminales siguen teniendo un día de campo, y lo único realmente asombroso es que aún haya quien crea que los soldados-policías son la solución.
El último gran despliegue fue el fin de semana en Zacatecas, después de que aparecieron más de 17 cuerpos colgados en distintos municipios en un plazo de 10 días, colocando al gobernador David Monreal, a quien en una oscura coordinación en la Secretaría de Agricultura cuidó el presidente Andrés Manuel López Obrador hasta convertirlo en el mandatario estatal, en una situación muy incómoda. Tres mil 800 efectivos del Ejército y la Guardia Nacional comenzaron a ser enviados a nueve municipios, todos ellos en las colindancias con otras entidades. Es decir, la estrategia es sellar la entidad, bajo el supuesto esgrimido por el gobernador de que la violencia es exógena, ilustrada en la frase polémica de que “vienen de otros estados a tirar sus muertitos”.
El despliegue busca inhibir a las organizaciones criminales para que no lleguen al estado a generar violencia, como los cárteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación que apoyan a grupos locales que quedaron de entre el Cártel del Golfo y Los Zetas, en la guerra que hay por Zacatecas. Sin embargo, los refuerzos externos están en Zacatecas desde hace tiempo. La acción gubernamental es coyuntural y sin una clara estrategia, al no responder a un diagnóstico certero.
Los multihomicidios no son recientes y se han dado desde 2018, cuando el Cártel Jalisco Nueva Generación entró a la disputa del estado, aliándose con el Cártel del Golfo, contra bandas de ex-Zetas aliados al Cártel de Sinaloa. El año pasado fue terrible, con cerca de mil 200 ejecuciones, y en el primer semestre de éste se habían incrementado en 40%. El campo de batalla se reabrió ante la política de abrazos, no balazos. La decisión del fin de semana correrá la misma suerte. No frenará la violencia, porque la estrategia se mantiene sin variación.
Está probado que si de manera sistemática se repite lo mismo para resolver un problema que no lleva a solucionarlo, la repetición de la estrategia no arreglará las cosas. Sin embargo, por alguna razón, algo tan lógicamente básico, no se entiende. En ocho estados gobernados por Morena y el PAN, se ha decidido que sea un militar quien encabece la Secretaría de Seguridad Pública. Es ociosa la diferenciación si es con licencia o está retirado, porque, como sucede con los activos, responden al secretario de la Defensa. De ahí lo que se ha definido como la militarización de la seguridad pública.
La entrega de la seguridad pública a los militares por parte de los gobiernos civiles, como un atajo a la falta de presupuesto y la corrupción, es una práctica común desde el gobierno de Felipe Calderón, cuando las Fuerzas Armadas estaban involucradas en el combate a los criminales. Siguió durante el gobierno de Enrique Peña Nieto, que dejó de enfrentarlos durante los primeros dos años de gobierno. Continúa el modelo en la actual administración, pero los incentivos son radicalmente distintos. La mejor prueba son los despliegues militares en Zacatecas, Michoacán o Guerrero, donde no van a luchar contra los criminales, sino, se puede decir, para ver si asustan a los cárteles de las drogas y se arrepienten de ganar dinero y matar gente.
El Presidente está estancado en una fracción del origen de la violencia. La pobreza, es correcto su argumento, es la principal precondición para el fácil reclutamiento de sicarios y halcones, pero resolver sus niveles socioeconómicos no llevará, en las condiciones actuales –que sólo atiende esas variables la estrategia gubernamental–, a reducir la inseguridad. López Obrador olvida la variable del negocio criminal, donde los réditos para quienes cambien el bienestar por una posible vida corta, llegan a tener una proporción de siete a uno de incremento en sus ingresos en los niveles más bajos del escalafón criminal.
¿Cuántos de los jóvenes asesinados en esta guerra interminable entre criminales, habrán sido beneficiarios de los programas sociales de López Obrador? Ese dato, que podría demostrar si su estrategia ha triunfado o no, sólo lo puede conocer el gobierno, que podría cruzar los nombres de quienes murieron con los padrones de beneficiarios. El Presidente también soslaya que la violencia se combate no sólo con fuego, sino sobre todo con presupuesto para la seguridad pública municipal y estatal, mejores salarios, más capacitación, controles de confianza e inteligencia, que están fuera de la ecuación en Palacio Nacional.
Esta realidad integral del fenómeno muestra las limitaciones de la estrategia y su fracaso. Hasta el sábado, de acuerdo con el registro diario sobre homicidios dolosos de la consultora TResearch, se habían cometido 106 mil 318 en lo que va del gobierno. Si se comparan con el número de días por sexenio, la fotografía de lo que ha sucedido es más clara: en el de Peña Nieto se habían cometido 63 mil 871 homicidios dolosos a la fecha, y en el de Calderón 41 mil 775.
Utilizar a las Fuerzas Armadas, y pintar de verde olivo las secretarías de Seguridad Pública del país con la actual estrategia, es una tomadura de pelo. Si la instrucción es inhibir, pero no actuar; observar, pero no intervenir; combatir, pero sólo en defensa propia, ¿qué cree López Obrador que pasará? Será el Presidente con el mayor número de militares y policías combatiendo la inseguridad pública, y el de más homicidios dolosos. En su desprestigio, eso sí, arrastrará a las Fuerzas Armadas.