La ultraviolencia en México sigue allí, aunque los medios y el gobierno (y, desde luego, las redes) estén volteando hacia otra parte. Más de 100.000 personas han sido asesinadas en el país desde la toma de posesión de Andrés Manuel López Obrador, el día 1 de diciembre de 2019. Ese dato espantoso basta para trazar el mapa de una hecatombe. Claro: todo ha salido tan mal en el sexenio que la continuación de la masacre que comenzó hace ya años parece, para muchos, un asunto casi natural. La pandemia ha copado la capacidad de preocupación de las mayorías. Pero la carnicería no se detiene.
Uno de los ejes de esa ultraviolencia, que cada día cuesta la vida de decenas de mexicanos, es la incapacidad de los cuerpos armados del Estado para garantizar la seguridad de la población. Nunca como ahora el Ejército había sido sacado de los cuarteles y utilizado como policía para temas civiles, ya sea con su uniforme o bajo el traje de la Guardia Nacional, compuesta básicamente también por soldados. Y, sin embargo, a pesar de la movilización de 80 mil elementos de la Defensa a tareas de seguridad pública (y de otros 60 mil en la GN), la violencia no es menor ni el poder del crimen organizado ha mermado. ¿Y qué decir de las policías municipales y estatales, cuyo desempeño es incluso más cuestionable?
Según el “ranking de confianza” que la encuestadora Mitofsky publicó hace unos meses, en diciembre de 2020, los mexicanos valoran más al Ejército (con 8 sobre 10 puntos de confianza) que a sus policías (que tienen solamente 6 sobre 10 puntos). Esta calificación es todavía más baja en la Encuesta Nacional de Cultura Cívica, que elabora el INE en colaboración con investigadores del Colegio de México: solo el 4,1 por ciento de los encuestados manifestó tener “mucha confianza” en las corporaciones policiacas, mientras que 23,4 por ciento dijo sentir “algo de confianza” (el Ejército sale mejor parado, comparativamente, con 23,4 por ciento de “mucha” y 40,4 de “algo”).
Lógicamente, son pocos quienes se sienten a salvo en este país de crímenes perpetuos. La Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana del INEGI (cuyos datos, hay que resaltar, pueden considerarse “oficiales”, al ser el instituto un organismo público), muestra que en septiembre de este año, fecha de la publicación del estudio más reciente, 64,5% de los mexicanos aseguraron sentirse inseguros en las localidades que habitan. Es decir, que casi dos tercios de los ciudadanos viven en la zozobra cotidiana.
¿Qué hacer si, además de todo, la procuración de justicia en el país es un fracaso total y la impunidad es la norma? La apuesta del Gobierno federal por la militarización de la seguridad no ha dado resultados a la altura del costo institucional y democrático que representa. Las purgas que algunos políticos y funcionarios han intentado hacer en las policías de diversas ciudades y Estados no han mostrado otro efecto que provocar que numerosos exagentes acaben en las filas del crimen organizado. Y la pésima situación económica de las mayorías en el país, que solo se ha agudizado a causa de la pandemia y de los manejos oficiales, sigue empujando a miles de jóvenes a las filas de los grupos delictivos como única alternativa de “ascenso” social.
Los discursos políticos que aseguran que los delitos van a la baja son permanentes, en todos los niveles de gobierno, pero la realidad no cambia. Si las cifras siguen al ritmo que han mostrado, podríamos terminar el sexenio con 200 mil asesinatos. Y esos son números de guerra. Una guerra cotidiana que las discusiones partidistas pueden encubrir en los medios y las redes y las “mañaneras” pero que no deja de ocurrir ante nuestros ojos.