¿Hasta cuándo, Marcelo?
Marcelo Ebrard debe tener una ambición tan grande de llegar a la Presidencia, que parece no importarle la ignominia. El secretario de Relaciones Exteriores se ha convertido en pato en la galería de tiro del Presidente por la forma como públicamente lo maltrata Andrés Manuel López Obrador, quien lo hace ver como una figura que, así como es funcional, es desechable. El asombro que le dio la declaración presidencial de hacer una “pausa” en las relaciones con España se pudo proyectar en la cara que llevaba al salir de Palacio Nacional y evitar responder las preguntas de la prensa.
La crisis diplomática que detonó López Obrador no tiene una explicación clara, porque las motivaciones verdaderas del Presidente suelen ser confusas y opacas. ¿Intentó desviar la atención del conflicto de interés de su hijo al haber vivido en una casa de un petrolero cuya empresa ha sido beneficiada por el gobierno? ¿Nació del odio que tiene contra el expresidente Felipe Calderón, que participó en un consejo de administración para vigilar que Iberdrola actuara conforme a la ley? A saber. De lo que no hay duda es que su pronunciamiento nace de un enojo, y que el pastelazo le pegó en la cara a Ebrard.
No fue la primera vez. En una mañanera se enteró de que el Presidente había designado a Esteban Moctezuma como embajador en Washington, sin que le anticipara nada. Ahí supo que había destituido, antes de asumir el cargo, a una agregada cultural en España, o que a Pedro Salmerón, y luego a Jesusa Rodríguez, los había designado embajadores en Panamá. En ese espacio matinal lo corrigió y dijo que sí habría una representación oficial en la toma de posesión del déspota Daniel Ortega en Nicaragua, y le quitó la responsabilidad de la adquisición de vacunas anti-Covid, que recuperó, en esa lucha sorda por protagonismo, intrigando al subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell.
Recientemente, cuando quiso platicar con López Obrador sobre la posición que asumiría México en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas durante la sesión que abordó la crisis en Ucrania, lo ignoró. Tampoco le hizo caso luego de que una reunión de las secretarias de Energía, Rocío Nahle y Jennifer Granholm, se volvió ríspida por la manera como la mexicana expuso la reforma eléctrica, sin saber en ese momento que así quería el Presidente que se planteara. El resultado indirecto de ello fue que el trabajo que había hecho Ebrard, por instrucciones de López Obrador, para evitar lo que parecía inminente, que Estados Unidos declarara persona non grata al director de la Comisión Federal de Electricidad por presuntos vínculos con el narcotráfico, sufriera un retroceso.
Lo que Ebrard teje durante el día, muchas veces el Presidente se lo desteje al siguiente. Eso le sucedió en el último choque con España, donde la experimentada embajadora Carmen Moreno Toscano, con oficio y talento, logró en una reunión, en enero, con el secretario de Estado para Iberoamérica, Juan Fernández Trigo, destrabar el otorgamiento del beneplácito para Quirino Ordaz como nuevo embajador en España. La ratificación de ello se dio durante un encuentro entre Ebrard y el ministro del Exterior español, José Manuel Albares, al coincidir en Tegucigalpa en la toma de posesión de la presidenta Xiomara Castro, en vísperas del anuncio oficial en Madrid.
Ebrard no es sólo una víctima de López Obrador, también se ha aprovechado de su desapego del mundo. Fue iniciativa del canciller el acercamiento con China, donde embarcó al Presidente hasta que éste entendió que jugar con esa potencia iba en contra de los intereses económicos y políticos de México. Apostó también a Rusia con las vacunas anti-Covid, que ha convertido a miles de mexicanos en parias potenciales cuando quieren viajar por el mundo, y negoció con el gobierno de Donald Trump, y más adelante con el de Joe Biden, servir como estancia de espera de miles de centroamericanos que buscan asilo en Estados Unidos.
El canciller ha jugado con genuflexión para lograr favores del Presidente, aunque afecten al país. Por ejemplo, si bien no supo de Salmerón, sus esfuerzos para convencerlo de que era contraproducente mantenerlo fueron débiles. No dijo nada de Jesusa, ni presentó oposición a que dos de las principales embajadas de México, Reino Unido y Francia, fueran asignadas por López Obrador no por mérito, sino porque sus designadas querían vivir cerca de sus hijas. Tampoco impidió el conflicto con España que provocó la esposa del Presidente, tras empujarlo a exigir a la corona el perdón por la Conquista, mediante una carta de la cual no se enteró hasta que estaba enviada.
En política, dicen los profesionales, hay que tragar muchos sapos. Ebrard ha tragado demasiados para su historia y biografía. Ha estado estirando mucho la liga de su dignidad con el único propósito visible de querer ser el candidato de López Obrador a la Presidencia. Entiende, como lo ha dicho a sus amigos, que el 24 es su última oportunidad, y en los grupos de trabajo que creó para ese propósito han analizado el escenario de una candidatura sin el apoyo presidencial. En los hechos, sin embargo, no da ninguna señal de que esté dispuesto a caminar en esa ruta, que significaría el rompimiento con López Obrador.
“Marcelo es muy inteligente, pero tiene un problema”, confió un político talentoso que lo conocía bien, “y es que siempre necesita quién le diga qué hacer”. Durante toda su vida pública, esa persona fue Manuel Camacho, quien al morir en 2015 lo dejó en la orfandad. Ebrard es el funcionario más sofisticado que tiene López Obrador y uno de los más capacitados para gobernar. Pero depende de la decisión de su jefe, que hasta hoy sólo tiene ojos para Claudia Sheinbaum, su hija, jefa de Gobierno de la Ciudad de México. Lo sabe, pero no se atreve a tomar su rumbo. Le falta el arrojo que tenía Camacho, pero le sobra estómago para seguir tragando las ofensas del Presidente.