Incognitapro

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

¿Quién puede llevar en una caja de cartón un recuerdo de la juventud? Yo puedo. Con los recuerdos pueden hacerse muchas cosas, menos olvidarse de ellos. Estoy en una ciudad del norte del país. ¿Qué ciudad es ésa? No lo diré. En el norte del país hay muchas ciudades. Escoge la que quieras. En cualquiera de ellas puede pasar lo que me sucedió. Voy caminando, eterno caminante, por el centro de esa ciudad, y veo una tienda de artículos religiosos. Entro y me recibe en la puerta Santa Eduwiges de Hungría. Tomo la pequeña imagen, la llevo al mostrador y le pido al encargado de la tienda que ponga en su caja la efigie de esa hermosa santa a la cual le rezó mi adolescencia en la Catedral de mi ciudad. Le solicito que la proteja muy bien, pues voy a viajar en avión con esa novia espiritual de ayer. El dependiente cumple muy bien mi petición. Tiene 35 o 40 años. Miro -mirón que soy- que en sus manos, diestras en envolver y atar, no lleva anillo alguno. Termina la tarea. Yo saco la cartera -también las novias espirituales cuestan-, y le entrego el dinero. En eso entra el que parece ser el dueño de la tienda. Es un anciano de gesto duro, avinagrado. Me dice una sola palabra que suena como una orden: "Págueme". Por un momento creo que está bromeando. No bromea. Hosco, repite con sequedad: "Págueme". Respondo: "Ya le pagué a él". El joven asiente, y al hacerlo se mete rápidamente los billetes en el bolsillo. "No -dice el anciano-. Págueme a mí". "Ya le entregué el dinero a él" -insisto. Me mira fijamente el viejo, y advierto en sus ojos un destello de cólera. Luego me da la espalda y se pone a revolver papeles en una vieja mesa. Le digo al que me atendió: "Voy a hacer otras compras aquí cerca. ¿Podría dejarle la caja y pasar después por ella?" Vacila él. Luego responde, como temeroso: "Está bien, déjela". Salgo. Encuentro cerca una librería cercana y compro un par de libros. No tardo mucho. Cuando regreso el anciano va saliendo de la tienda. No me ve, o finge no haberme visto. Entro. El hombre joven tiene una expresión avergonzada. "Perdone usted lo que pasó, señor -me dice apenado-. Es mi padre. Tiene 80 años, y es muy duro conmigo. Me obliga a trabajar aquí todo el día, todos los días, y no me paga nada. Tengo que estarle pidiendo para mis gastos, y cada vez que le pido un poco de dinero hay un problema. Muchas veces le he dicho: 'Póngame un sueldo', pero no ha querido. Y él nunca está aquí; viene nada más a recoger el dinero. Yo soy el que me friego. Hoy por la mañana pensé: 'Ya estuvo bueno'. Acabo de cobrar mi primer sueldo con el dinero que usted me pagó. Perdóneme, señor. Sé que la ropa sucia se lava en casa, pero... Perdone usted". De un tirón ha hablado. Yo, desmañadamente, le digo que no tenga cuidado. ¿Qué más puedo decirle? En la pared hay unos pequeños cuadros. "Escoja uno -me dice-. Se lo regalo. Al cabo él no se dará cuenta". Le digo que no se moleste. "Por favor" -insiste. Escojo uno de San Cristóbal, que ni siquiera es santo ya. La Iglesia lo sacó del santoral junto con otros santos de siempre que de repente resultaron apócrifos. Pero la gente sigue creyendo en ellos: la leyenda es más fuerte que la historia. Escojo a San Cristóbal porque es el patrono de los viajeros, y yo soy un viajero. Todos los somos en la vida; todos necesitamos un santo que nos cuide. Salgo a la calle con Santa Eduwiges y San Cristóbal. Adentro, en su prisión, queda aquel hombre. Aquel pobre hombre. Ésta es su historia. Hoy día no tuve otra. He aquí que me topé de manos a boca con la vida, que en una mano tiene una espina y en la otra un pétalo. Y la vida me dijo: "Permítame usted que me presente"... FIN.

Ámbito: 
Nacional
Autor(es):