Se trata del libro de Marx: “El 18 brumario de Luis Bonaparte”, cuyas primeras líneas dicen: “En alguna parte Hegel observa que los grandes hechos y personajes de la historia suceden, como si dijéramos, dos veces. Se olvidó de agregar: una vez como tragedia y otra como farsa”.
Marx hace una salvaje crónica política del simulacro de imperio que Luis Napoleón Bonaparte quiso recrear en Francia (1852-1870) envuelto en los vapores de la grandeza de su tío.
Algo semejante pasa en el baile de disfraces históricos de la llamada Cuarta Transformación: la obsesión de vestirse con tiempos y personajes mayores de la historia previa.
La historia, dice Marx, toma sus disfraces de donde los necesita, pero no se porta según el boceto de la voluntad de nadie. Imponerle disfraces es acercarla a la farsa.
La voluntad de encarnar y dirigir la historia está en el centro del discurso del Presidente de México, quien no sólo pretende usar las galas mayores del repertorio nacional, sino resumirlas y superarlas.
La discordancia es evidente:
Quiere ser Juárez, pero es López Obrador. Quiere ser el jefe del partido liberal, el partido histórico del progreso, pero es el dirigente de Morena.
Quiere ser el reconstructor de la grandeza petrolera de México, pero es el presidente de un Pemex endeudado y disminuido.
Quiere ser el nacionalizador de la electricidad, pero es el valedor de una compañía eléctrica que ganaba miles de millones de pesos hace cuatro años y pierde miles de millones hoy.
El disfraz de Lázaro Cárdenas y de la expropiación petrolera de 1938 asoman como intención histórica bajo la presurosa ley, aprobada antier, de nacionalización del litio, mineral que ya estaba nacionalizado.
Nuevamente el efecto es visible: la gesta se vuelve gesto; la grandeza es retórica, la memoria es disfraz, la historia de cada día, algo parecido a la caricatura.
“El presidente historiador”, resume Silva-Herzog, “ha quedado secuestrado por la fantasía de su trascendencia”. Ver aquí.