Asesinatos de jóvenes, al alza
El discurso oficial sobre la estrategia de seguridad, repetido para que se impregne en la cabeza, es que no combatirá el gobierno la violencia con violencia, sino que atacará las raíces que la generan. La verdadera lucha contra al crimen organizado, dice el presidente Andrés Manuel López Obrador, es que al arrebatarles a los jóvenes con políticas sociales, logrará disminuir el fenómeno. El Presidente supone un destino a partir de actos de fe, no de evidencias. En lo que va del gobierno ya superó el número de homicidios dolosos de todo el sexenio de Felipe Calderón, y contrario a una baja en el delito gracias a programas de apoyo para jóvenes, como afirma, los datos apuntan hacia arriba.
Los homicidios de jóvenes de entre 15 y 29 años de edad, de acuerdo con el INEGI, alcanzaron cifras nunca vistas desde que se comenzó a llevar el registro del delito, en 1990. La tasa de homicidios en ese rango de edad fue de 56.5 por cada 100 mil habitantes, superior a la cifra máxima durante el gobierno de Calderón, en 2010, cuando la tasa fue de 46.8 por 100 mil habitantes, lo que da poco más de mil jóvenes asesinados en la administración de López Obrador. Su reciente declaración de que la estrategia de atender a los jóvenes está dando resultado, no se sostiene en los hechos.
Ninguno de sus programas sociales ha servido para la pacificación del país. De hecho, la inyección de recursos en ellos ha ido aparejada con un incremento en el delito. En los primeros años de su gobierno, de acuerdo con el INEGI, 32 mil 722 jóvenes en ese grupo de edad fueron asesinados, lo que dio un promedio anual de 10 mil 907. En el mismo periodo y rango de edades, se registraron 9 mil 453 homicidios anuales promedio durante el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto, y 7 mil 175 en el de Calderón. Las afirmaciones de López Obrador de que “nunca como ahora” se está invirtiendo en los jóvenes para alejarlos de las “conductas antisociales”, suenan huecas en el análisis comparativo.
No hay información disponible para poder comprobar si, en efecto, quienes son beneficiarios de programas sociales se han alejado de ese tipo de conductas. Para poder llegar a la conclusión que ha propuesto como meta el Presidente, habría que cruzar los nombres de quienes reciben los programas que involucran a los jóvenes con actas de defunción. Nadie, que se sepa, está haciendo este tipo de correlación de datos, muy difícil lograrla desde afuera del gobierno, pero relativamente sencillo si se realiza desde adentro. Ante la falta de esa información sólo se puede hablar hipotéticamente de que la política social del gobierno fracasó en su objetivo principal.
Las declaraciones del Presidente parten de sus propias fijaciones y de un análisis equivocado. El central es que confunde la naturaleza del negocio del narcotráfico con la de los movimientos armados. El primero tiene como definición el dinero; los segundos, la toma del poder. Al primero no le interesa el poder porque lo compra; los segundos requieren de tomar el poder para hacer los cambios que quieren para el país. A esta confusión que lleva a errores de diagnóstico, se añade falta de información. Un botón de muestra lo dio Epigmenio Ibarra, videobiógrafo de López Obrador, cuando en una conversación el miércoles en la radio con Ciro Gómez Leyva, aseguró que en el pasado se había soslayado la capacidad de las organizaciones criminales para reclutar jóvenes.
La estrategia de Calderón, sin embargo, que incluía programas sociales que nunca acompañaron la estrategia policial-militar, partía de una lógica utilizada con éxito en Sicilia, Nueva York, Chicago y Miami: combatir a las organizaciones criminales e ir descabezando la estructura a una velocidad mayor a su propia capacidad para regenerarse y reclutar. Era una carrera, pero acompañada por el combate frontal a criminales, que también tenía una lógica: desincentivar que los jóvenes entraran a las bandas por dinero fácil, porque sabían que si se enfrentaban con un policía federal o un militar, podían morir.
Esta estrategia fue muy violenta y bañó muchas partes del país –porque entonces, como ahora dice el gobierno, estaba focalizada la violencia– con sangre, pero empezó a dar resultados. Adolecía de lo que hasta hoy tampoco existe, mejorar las capacidades de las policías locales. Aun así, el punto de inflexión en homicidios dolosos en el gobierno de Calderón fue en mayo de 2011.
La inercia duró los dos primeros años de Peña Nieto, que como López Obrador, cayendo en el mismo error analítico por sus fijaciones y odios, dejó de combatir a las organizaciones criminales. El resultado fue que se disparó la violencia y le entregó al nuevo gobierno un país con la seguridad colapsada.
Tiene razón López Obrador cuando habla del legado violento que recibió, pero al repetir la misma receta de Peña Nieto –quien en la segunda parte de su sexenio quiso enmendar la estrategia sin éxito–, cayó en la misma trampa de percepciones y emociones. No parece, sin embargo, a diferencia de su antecesor, que vaya a corregir el rumbo, por lo que el número de homicidios dolosos crecerá en lo general, y también el de los jóvenes entre 15 y 29 años de edad. Al ritmo que va la tasa de homicidios dolosos en este gobierno, superará los 200 mil en el sexenio, de acuerdo con la estimación de la consultora TResearch, convirtiéndose en el más sangriento, probablemente, en la historia de México.
El Presidente debería reconsiderar sus premisas y reevaluar lo que está haciendo. En febrero de 2019, cuando su entonces secretario de Seguridad, Alfonso Durazo, aseguraba que para mediados de año habrían llegado a un punto de inflexión en la violencia, López Obrador decía que sin seguridad no habría “cuarta transformación”. Peor aún, todo ese plan de inyección de recursos para que los jóvenes tuvieran opción a la vida criminal, habrá colapsado, en uno de los fracasos que más daño harán al país.