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Los fugitivos

Para Alán González, locutor de Ciudad Juárez asesinado esta semana mientras trabajaba

Estas figuras de piedra son en realidad momentos aterradores congelados en  el tiempo.

 

Dos niños y una niña, un hombre que se resiste a morder el suelo, varios adultos dispuestos boca abajo, un par más intentando mantenerse cerca; en total son 13 los cuerpos que la tragedia y el azar volvieron inmortales. 

Se les conoce como Los fugitivos porque casi lograron escapar hace dos mil años. Son el retrato en tercera dimensión de un final que debió ser violentísimo. No hay una cifra precisa sobre el número de personas que murieron en Pompeya el 24 de octubre del año 79 después de Cristo, cuando el monte Vesubio bañó aquella ciudad romana con una secuencia de piedras, ceniza y gas incandescente. 

De las 15 mil personas que habrán habitado aquella urbe, la arqueología moderna calcula que por lo menos dos mil no lograron sobrevivir. Ningún cadáver puede parecerse a otro, pero es imposible no emparentar a aquellos que compartieron la suerte de perder la vida de similar manera.

El gesto de aflicción, el vientre vuelto ovillo, la contracción de las extremidades, la obvia indefensión y los jirones apenas adivinables de la ropa entregan el relato del suspiro final como si hubiese ocurrido hace unas cuantas horas. 

Los fugitivos son una representación de los millones de seres humanos que han extraviado la existencia —si puede decirse así— antes de que les correspondiera. Durante la madrugada del día funesto nació del Vesubio una columna de humo de unos 30 kilómetros de alto cuya cabeza plana se extendió cubriendo las calles y las casas de Pompeya.

Aún sin entender lo que estaba a punto de ocurrir, fueron heridas las personas que asomaron la mirada desnuda cuando llovieron, desde aquella oscura nube encabritada, pequeñas piedras de baja densidad que era magma templado durante su velocísimo viaje de regreso a la tierra. 

Otras personas optaron por refugiarse bajo el techo de una vivienda que, una vez cargada de peso, terminó por derrumbarse. El Vesubio fue implacable con la vida dentro de aquellos edificios, pero supo respetar en Pompeya algo de la herencia material. Por eso hoy es posible admirar frescos extraordinarios como el de la mujer que observa con desenfado mientras se lleva una pluma a la boca, o el de la pareja que un día formaron el panadero y su esposa, el relato en estuco de un jardín imaginario o la representación coloreada de la toma de Troya por un caballo gigante. 

Engañando a sus víctimas, el volcán dio un respiro a la ciudad por un breve lapso. Fue entonces cuando Los fugitivos echaron a correr hacia la muralla sin saber que, después del castigo de la roca, vendría una ola imparable —mezcla de ceniza, gas y piedra pómez— capaz de alcanzar 500 grados centígrados de temperatura y moverse a 100 kilómetros por hora. 

No fue la lava lo que asesinó a esa gente, sino materia piroclástica que partió de las faldas de aquel monte para tragarse lo que restaba. 

Es dable preguntarse si hubo alguna oportunidad desperdiciada para escapar de esta historia de horror de la antigua Roma. Científicos e historiadores coinciden en que, de haber comprendido a tiempo el lenguaje furioso del Vesubio, el episodio habría sido menos mortífero. El día en que Pompeya desapareció del mapa no fue el primero en que la tierra hizo aspavientos, ni tampoco cuando apareció la primera fumarola. De hecho, hay registro de que 17 años antes aquella ciudad sufrió un violento terremoto que expulsó a centenas. 

Pero ninguno de estos signos parece haber merecido atención. La misma semana de la tragedia, Pompeya se encontraba de fiesta por dos motivos: su gente celebraba la ascensión del emperador Augusto al estatus de divinidad y también al dios Vulcano. En el coliseo local hubo juegos y en los teatros, el grande y el pequeño, distintas representaciones. 

Suponen los que saben que la gente habría interpretado los movimientos de la tierra y las fumarolas del volcán como mensajes agradecidos de los dioses festejados. Hacer como si nada grave estuviese pasando fue el peor de los errores. Muchas de esas personas murieron ataviadas con sus mejores capas y portando las joyas más caras porque jamás imaginaron que esa jornada sería la última. 

Los restos humanos recobrados son de aquellas personas que se paralizaron ante el asombroso cataclismo. Sucede con frecuencia durante las cabriolas más peligrosas de la naturaleza, como los terremotos, las inundaciones o los huracanes: la mente humana suele atascarse en el sitio que mejor conoce, o como pasó con Los fugitivos, el cerebro tarda demasiado en reaccionar.  

Los cuerpos del Vesubio son en realidad la cavidad que la muerte incrustó dentro de una gruesa plancha de ceniza solidificada. Agujeros donde mil 900 años después los arqueólogos inyectaron yeso para recuperar una suerte de escultura que logró traer al presente los rasgos elocuentes de la angustia y el suplicio. 

Para mí es difícil apartar la vista de otras personas cuya tragedia haya sido parecida, sin pensar en Los fugitivos. Eso sucedió el jueves pasado cuando los cuerpos de cuatro trabajadores de una estación de radio atardecieron tendidos a mitad de una calle de Ciudad Juárez, consumidos por nuestra contemporánea ola de violencia. Resulta rematadamente injusto que, a diferencia de aquellos romanos, los restos de estas otras víctimas vayan a ser olvidados de inmediato. 

La metáfora del Vesubio también es la nuestra, la de otro pueblo que no supo leer el lenguaje del horror hasta que fue demasiado tarde. 

@ricardomraphael

Ámbito: 
Nacional