Si ustedes escriben novelas, o lo que sea, les habrá pasado alguna vez. A mí me pasa. Revisas cien veces un texto, corriges, lo entregas, y cuando te lo echas impreso a la cara, en la primera página que abres salta el gazapo. No digo erratas, que también (“los editores certifican que este texto no contiene ninguna errita”), sino metidas de gamba: planchazos que a veces te hacen decir tierra trágame o mátame camión, como se dice ahora. Lo sé desde mi primera novela, cuando planté eucaliptos en España casi un siglo antes de que los hubiera, y desde entonces colecciono, como cualquiera que le dé a la tecla. Además, siempre hay lectores que saben más, y nunca falta el cabroncete que te da con el codo y dice: en ésta lo he pillado, amigo. Y tú te lo zampas, estoico, y das las gracias aunque te cisques por dentro en sus muertos. Y lo corriges en la segunda edición.
Por suerte hay consuelos que alivian, y acabo de encontrar uno. Estaba el otro día leyendo El pirata de Joseph Conrad, que en inglés se titula The Rover, y por cuestión de trabajo, buscando un efecto útil para algo en lo que trabajaba, advertí que en las primeras líneas, refiriéndose al acto de fondear un barco, la edición española hablaba de “el cable” del ancla mientras que la inglesa —la primera edición de ese libro, una de las que tengo— mencionaba “the chain”, la cadena. Me sorprendió, porque una cosa es la maroma o cabo grueso (“cable” en español y “cable” en inglés) con el que antiguamente se sujetaba el ancla, y otra es la cadena (chain) que los barcos modernos utilizan desde mediados del siglo XIX.
Ahí había un pequeño misterio literario, y me picó la curiosidad. Por fortuna, la sección conradiana de mi biblioteca es razonable —cada cual tiene sus amores, y Conrad es uno de los míos—, así que acudí a una edición francesa (El pirata se tituló allí Le frêre-de-la-Côte, o sea, El hermano de la Costa) y comprobé que estaba traducido como “cable”, término marino idéntico en español, inglés y francés. También vi que en la traducción italiana (L’avventuriero) figuraba càvo, cable.
Pero es que luego, comprobando otra edición española, lo vi traducido por “cadena”. Y para aumentar mi perplejidad, en el volumen correspondiente a la segunda edición de las obras completas en inglés, la de Gresham Publishing, el “chain” de la primera edición también se había convertido en “cable”.
A esas alturas yo tenía la cadena y el cable hechos un lío. Así que me puse a buscar y rebuscar, no en novelas de Conrad, sino en libros sobre él: biografías, companions y otros etcéteras. Y al fin, con un chute de entusiasmo, lo encontré en su Correspondencia y lo confirmé en las notas a la edición francesa de la Pléiade. En una carta a su amigo Arnold Bennet fechada un año antes de su muerte, en 1923, el autor confesó “un terrible anacronismo en las veinte primeras líneas de El pirata”. Y el anacronismo consistió en que en la época donde transcurre el relato, 1796, las anclas todavía llevaban cable, no cadena. El propio Conrad lo contó así: “Dos semanas después de la publicación abrí el libro. Y no puede usted imaginar el estremecimiento que ese ruido de cadena me produjo. ¡Me habría arrancado los cabellos! Y ahora debo resignarme a llevar esa cadena al cuello hasta el fin de mis días”.
Quedaba así resuelto el misterio. A Joseph Conrad, que fue marino profesional antes de convertirse en novelista y había oído centenares de veces el estruendo de la cadena del ancla al correr durante el fondeo, se le había colado la costumbre en forma de gazapo en la escritura. Por eso figuraba en la primera edición y no en las posteriores, donde ya fue corregida; y por eso, también, figuró “cadena” en las ediciones españolas que fueron traducidas directamente de la primera edición inglesa. Fin del asunto.
Y, bueno. Ignoro si les habrá interesado esta historia, pero a quien practique el oficio de teclear historias sí interesará y consolará. Es mucha, por supuesto, la distancia que va de Conrad a lo que algunos hacemos; pero cualquiera que escriba de modo profesional se habrá visto en una de ésas, o en varias, y sabe a qué me refiero. En lo que a mí respecta, después de 35 años escribiendo novelas acumulo tantos gazapos como cualquiera. Por eso, enterarme de que el mismísimo Conrad estuvo a punto de arrancarse los cabellos a causa de uno, me tranquiliza mucho. Cada Titanic tiene su iceberg. Y en materia de meter la pata, todos los escritores, grandes o pequeños, somos verdaderos hermanos de la Costa.
Arturo Pérez-Reverte