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La caída del arquitecto de la “verdad histórica” de Ayotzinapa

 

Ha caído Jesús Murillo Karam, el fiscal cansado. De nefasto recuerdo para las familias de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, la opinión pública en México le ubica por aquella salida de tono: “Ya me cansé”. Sucedió en noviembre de 2014. El ataque contra los normalistas, ocurrido tres meses antes, tenía arrinconado al Gobierno, presidido entonces por Enrique Peña Nieto (2012-2018). Murillo dirigía las investigaciones. Se le exigían resultados. Se le criticaba. En una rueda de prensa, después de dar una serie de explicaciones sobre el ataque -explicaciones falsas, según la actual administración de la Fiscalía- y de responder algunas preguntas a la prensa, soltó aquella frase: “Ya me cansé”.

Murillo salió poco después de la vieja Procuraduría General de la República (PGR), dependencia que, entonces, dependía del Ejecutivo federal. Peña Nieto le mandó a los páramos tranquilos de la Secretaría de Desarrollo Agrario. Era el retiro dorado de un soldado priista, veterano de cien batallas. Todo lo que vino después fueron, sin embargo, mala noticias para él. Investigadores independientes llegados a México para analizar el caso Ayotzinapa vieron en las pesquisas el clásico ejemplo del cierre en falso. Apurada por las familias, por la opinión pública, por aquella imagen brillante que el Gobierno había querido vender al mundo, la PGR de Murillo construyó una imagen de lo ocurrido, la llamada y conocida como “verdad histórica”, que hoy sus sucesores dan por falsa.

Murillo fue el arquitecto de esa verdad histórica. En marzo, el grupo de expertos que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) destinó a México para investigar el caso desveló que el procurador había visitado uno de los escenarios clave de aquella versión el 27 de octubre de 2014, antes incluso de que lo hicieran los peritos de la dependencia. Era el basurero de Cocula, el lugar, dijo el propio Murillo, donde el grupo criminal Guerreros Unidos había asesinado y quemado a los 43. Su presencia allí ilustra el desastre institucional: Murillo llegaba al basurero después de que la Armada manipulara parte del escenario.

Con el tiempo, Murillo ha tratado de explicarse. O desdecirse. O matizar sus palabras. En un encuentro en su casa hace un par de años, el exprocurador señalaba que ellos siempre dijeron que los 43 no habían muerto allí, que quizá un grupo menor. Para entonces, el país entero sabía que la versión del basurero se había construido con torturas de detenidos y que los hechos del Río San Juan, el lugar donde Murillo dijo que los criminales habían arrojado los restos de los estudiantes después de quemarlos, eran un burdo montaje.

Cualquiera que estuviera pendiente entonces de la prensa sabe que el viejo priista vivía acorralado. La Fiscalía tenía abierta una investigación por los contratos irregulares que tres empresas de sus familiares habían recibido del Gobierno federal y de otros tantos ejecutivos estatales. En pocos años -los que pasó Murillo al frente de la PGR- las compañías habían obtenido contratos por más de 300 millones de dólares. Además, estaba el asunto de los aviones. Los investigadores de la Fiscalía lo tenían también en la mira por la supuesta compra con sobreprecio de varias aeronaves.

Había aun mas. Murillo había accedido a hablar en su casa para hablar de un presunto desfalco en la unidad de asuntos internos de la Fiscalía durante sus años. La única condición que puso fue que no se le nombrara. Ni a él, ni a la casa, ni a la visita. En 2013 y 2014, la Visitaduría General de la PGR, nombre oficial de asuntos internos, había gastado 144 millones de pesos, casi ocho millones de dólares de la época, de una partida secreta que evitaba a los funcionarios la burocracia de justificar el gasto. El monto era mayúsculo, más si se compara con lo gastado con cargo a esa partida, antes y después de los años de Murillo.

El caso de la visitauría apuntaba al exprocurador porque un colaborador suyo desde hacía años, Luis Lagarde, había retirado del banco buena parte de esos 144 millones. Retiros en efectivo que Lagarde se había llevado de una sucursal bancaria del mismo edificio de la PGR, sin decir a dónde o por qué. Aquel día, Murillo negó cualquier corruptela. Desde un enorme despacho con vistas a una bella barranca, el exprocurador sacó el encanto y el mando de los viejos coroneles revolucionarios, hasta el punto de que casi parecía que las preguntas, más que ilustrar una falta de respeto, dibujaban una enorme estupidez.

Hay algo más de aquella visita: Murillo dijo que padecía un principio de Alzheimer. Fue un comentario al paso, como quien dice que está nublado. Era una forma de justificar el vago recuerdo que guardaba de los temas que surgían en la charla, casi una disculpa. Aunque también una advertencia de su posible defensa futura. Él nunca ha hecho público que padeciese Alzheimer.

No ha aparecido mucho en los medios estos años el antiguo procurador. Cuando lo ha hecho, ha sido por el caso Ayotzinapa, mencionado de pasada, un objetivo que exigían las familias de los 43, un trofeo mayor, junto a Tomás Zerón, su subalterno, operador de la verdad histórica sobre el terreno. Nada hacia pensar en su detención, motivo de enfado de las familias estos años. Ni siquiera este jueves, cuando el subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas, presentó el informe sobre el caso Ayotzinapa, que ha elaborado estos años la comisión presidencial. Ni siquiera cuando, en 2020, el actual fiscal general, Alejandro Gertz, señaló su responsabilidad en el desfalco de 1.000 millones de pesos del presupuesto de la PGR.

Parece, ahora sí, que llega el fin de Murillo. Criado en las filas del PRI en Hidalgo, Estado que el partido siempre ha gobernado hasta este mismo año, Murillo llegó a gobernador en la década de los noventa. Poco después dio el salto al Gobierno federal, como subsecretario de Seguridad, de la mano de Ernesto Zedillo. En los años del PAN se refugió en el Congreso. En diciembre de 2012, Peña Nieto lo rescató y el resto es historia.

Su inminente entrada en prisión parece definitiva, a juicio de la gravedad de los delitos que se le imputan, que imponen su reclusión hasta que se celebre el juicio. Solo su edad o una enfermedad podrían construir escenarios distintos. El fiscal cansado permanecerá en la cárcel mientras tanto, a la espera de su visita al juez.

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