Ayotzinapa: el costo de la incompetencia
La noche del 26 de septiembre de 2014, el gobernador de Guerrero, Ángel Heladio Aguirre, realizó dos llamadas telefónicas clave con el mismo mensaje: se había desatado la violencia contra normalistas de Ayotzinapa en las calles de Iguala. Una llamada fue al subsecretario de Gobernación, Luis Miranda, y la otra al general Alejandro Saavedra Hernández, comandante de la 35ª Zona Militar. El general le dijo que preguntaría lo que estaba sucediendo; el subsecretario tomó nota. Esa misma noche, que era viernes, Miranda le dijo al subsecretario Andrés Chao, que estuviera atento al día siguiente en la prensa, porque “algo” había pasado en Iguala y quería ver qué impacto tenía en la opinión pública.
El sábado 27 no hubo mayor información, salvo en la prensa de Guerrero, pero el domingo era el titular principal en varios diarios de la Ciudad de México. Ese mismo día el presidente Enrique Peña Nieto convocó a una reunión en Los Pinos para revisar lo que había sucedido en Iguala. El procurador Jesús Murillo Karam afirmó que había sido un problema “entre narcotraficantes”, lo que fue aceptado acríticamente por los presentes, que también consideraron que era mejor no decir nada públicamente porque pensaban que podían aparecer algunos de los normalistas que se reportaban como desaparecidos.
El lunes 28, en una evaluación interna del equipo presidencial, se concluyó que el tema era local, por lo que debía ser resuelto a nivel municipal y estatal. El que fueran normalistas de Ayotzinapa los involucrados permeó como prejuicio contra los jóvenes. “Todos son delincuentes”, respondió un alto funcionario en Los Pinos cuando se le preguntó por qué no estaba interviniendo en el caso. No comprendían que el solo hecho de que fueran de Ayotzinapa tenía una carga política donde no eran percibidos como victimarios, sino como víctimas.
El gabinete de Peña Nieto estaba empapado en soberbia. Descalificaban críticas y cuestionaban los argumentos en la prensa política. En la primera semana de la desaparición se planteó al presidente la idea de presionar al gobernador para que se separara del cargo, pero fue desechada. “¿Qué se ganaría?”, se autopreguntó un funcionario consultado. “Nada”. Cuando sucedió, ya no tuvo impacto alguno.
Su prepotencia los hizo minimizar dos conflictos que pudieron servirles para no repetir los errores. Uno fue la masacre de Aguas Blancas, en Guerrero, en 1995, donde fueron asesinados 17 campesinos, y que pese a que rápidamente intervino el gobernador Rubén Figueroa, las cosas se aplacaron sólo con su renuncia 10 días después. El otro fue la matanza de Acteal, en 1997, donde un grupo paramilitar vinculado al gobierno estatal asesinó a 45 indígenas tzotziles, lo que provocó la caída del secretario de Gobernación, Emilio Chuayfett.
El gobierno se había mantenido al margen, pero la presión pública crecía rápidamente. El 5 de octubre, nueve días después de la noche trágica, la PGR atrajo el caso. Recibió de la fiscalía de Guerrero toda su investigación, y los cortó de las averiguaciones. Incluso, el jefe de la Agencia de Investigación Criminal, Tomás Zerón, pretendió detener al fiscal Iñaki Blanco, a quien privó de su libertad varias horas. En esos días comenzó a construirse la desgracia política de Murillo Karam y Zerón, miembros de un gobierno insensible y displicente que incluso pudo haber evitado el crimen de los normalistas, pero no hicieron nada para ello.
Durante meses, en la mesa de seguridad en Guerrero, que encabezaba el Cisen, se documentaron los crímenes de Guerreros Unidos –los asesinos de los normalistas– y su vinculación con el alcalde de Iguala, José Luis Abarca, y su esposa, María de los Ángeles Pineda Villa, hermana de los fundadores de ese grupo criminal. Abarca, probó Blanco, estaba vinculado con el asesinato del dirigente agrario Arturo Hernández Cardona, líder de la organización Unidad Popular, en 2013. Blanco pidió repetidamente a la PGR que atrajera el caso meses antes de la desaparición de los normalistas, pero lo ignoraron.
Abarca, como los alcaldes de varios municipios en Tierra Caliente, estaba vinculado a Guerreros Unidos o a sus rivales, Los Rojos, las bandas criminales a las que se refirió Murillo Karam en Los Pinos. No se sabrá qué hubiera pasado de haberse actuado en ese momento, pero la red de protección institucional se habría alterado. Tampoco se sabrá qué habría pasado si el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, no hubiera pedido aplazamientos para los controles de confianza de los policías municipales, porque, de haberse hecho, la mayoría de los involucrados en el crimen jamás lo hubiera aprobado.
¿Por qué no se actuó sobre los informes en la mesa de seguridad en Guerrero? ¿Por qué no cortaron las manzanas podridas dentro de la Policía Federal y el Batallón 27º de Infantería que fueron identificadas en ella? Las preguntas no tienen respuesta, como el porqué las llamadas telefónicas del gobernador no tuvieron un seguimiento. El Batallón 27º de Infantería sabía qué estaba pasando porque tenía personal en el C4 de Iguala. ¿Qué le informaron al general Hernández Saavedra? El subsecretario Miranda tampoco hizo nada. De haber enviado a los drones a sobrevolar Iguala, habría podido tener el gobierno un seguimiento de los normalistas, lo que quizás hubiera evitado el crimen o, en el peor de los casos, saber si y dónde, los habían matado.
Todo fue una cadena de omisiones, como apunta el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador, y negligencias. Pero, por la información que trascendió en esos días de Los Pinos, no fue una conspiración para encubrir –aunque sí hubo esmero en cuidar al Ejército–, sino la prueba de un gobierno profundamente incompetente. En junio de 2018 se publicó en este espacio:
“La falta de oficio político fue la entrada a esta pesadilla político-jurídica que acompañará a Peña Nieto aun después de concluir su presidencia. La paradoja es que… se lo ganó a pulso… Quien tiene que rendir cuentas ante la historia y, eventualmente, ante la justicia es Peña Nieto, a quien un crimen municipal se le volvió de Estado”.