Yo pienso que soy bueno, pero lo mismo piensan todos acerca de sí mismos. Siempre tenemos un pretexto para justificar nuestras maldades. Si hay un infierno nos sorprenderemos mucho cuando nos veamos en él. Preguntaremos: "¿Y yo por qué?" Tome mi caso por ejemplo. Se lo voy a contar porque me cayó usted bien desde que subió al camión, y más porque cerró su libro cuando empecé a sacarle plática. Yo me llamo Raymundo. Raymundo Dávalos Herrejón, para servirle. Tuve un hermano gemelo que se llamaba Edmundo. Éramos igualitos, ¿sabe? Hasta mamá batallaba para distinguirnos. La gente se reía porque nos preguntaba: "¿Eres Ray o eres Ed?" Nadie podía decir si él era yo o yo era él. Cuando crecimos hubo algo que nos diferenció: yo era dócil, sumiso; me portaba bien. Edmundo, en cambio, era rebelde, díscolo, muy mal portado. Pero en lo físico éramos idénticos. De ahí vino el problema. Yo tenía una novia muy bonita, Alicia. Nos conocimos de chamacos. Ya desde entonces decíamos que nos íbamos a casar. Sus papás y los míos estaban felices con nuestro noviazgo. Mi padre me comentaba: "Lástima que tu hermano no encuentre una muchacha como la tuya. Lo pondría en el buen camino; lo quitaría de andar en malas compañías". Yo notaba que a Edmundo le gustaba Alicia. Se le quedaba viendo; le decía cosas aun en mi presencia. Nunca se lo reclamé. Era mi hermano ¿cómo podía yo pensar mal? Mis amigos me aconsejaban: "Aguas con el Ed. Es un cabrón; no te vaya a ganar el mandado". No les hice caso. Y entonces pasó lo que pasó. Me va a dar pena contárselo, señor, pero al cabo usted no me conoce, ni yo a usted, y lo más seguro es que nunca volvamos a toparnos. Un domingo fui a misa con mi novia. La noté nerviosa, intranquila. Cuando salimos no me dio la mano, ni me veía a los ojos. Fuimos al parque. Ahí me dijo: "Después de lo que hicimos anoche tendremos que casarnos rápido". Yo puse cara de no entiendo. Le dije: "Anoche no fui a verte. Ya te había dicho que tenía que hacer inventario en la tienda". Porque yo trabajaba en una tienda ¿sabe? Ella me contestó, inquieta: "¿Cómo que no nos vimos? Llegaste a la hora de siempre, y cuando te pregunté si no habías tenido que trabajar me dijiste que lo del inventario se había pospuesto". Yo, asustado, le pregunté qué había sucedido luego. "Empezamos a platicar; te dije que mis papás habían salido, que estaba yo sola en la casa. Entonces me pediste que te diera una prueba de mi amor. Yo no quería, pero insististe mucho. Y ya sabes lo demás". "¡Dios santo! -le dije-. ¡No era yo! ¡Yo estaba en la tienda! ¡Era el Edmundo! ¡Se aprovechó de ti!" Ella se iba a desmayar. Tuve que sostenerla en los brazos. Se echó a llorar, desesperada: "¡Creí que eras tú!" Lo que pasó después era lo lógico. Le dije, y les dije a sus papás, que ya no me podía casar con ella. Mi hermano negó que hubiera hecho aquella canallada, pero nadie le creyó, ni mis padres. Lo conocían bien. Se fue del pueblo. Supimos que se había vuelto un vago, un borracho. Alicia murió a los pocos años; unos dijeron que por la vergüenza; otros que por la tristeza. Yo hice mi vida. Me casé, tuve hijos. A pesar de lo sucedido soy feliz. Dígame: ¿qué le pareció la historia? Interesante, ¿verdad? Ahora le voy a decir lo más interesante. No fue mi hermano el que hizo aquello. Fui yo. Yo fui el que poseyó a Alicia. Me había aburrido de ella; estaba viendo a otra. Pero quise gozarla, y le eché la culpa a Edmundo. Yo fui el canalla, no él. Y sin embargo no soy malo, créame. Lo que hice fue cosa de la juventud. ¿Ya se va a bajar? Que le vaya bien, señor. Mucho gusto en haberlo conocido, y perdóneme por haberlo aburrido con mis tonterías... FIN.