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OPINIÓN DE SAMUEL PALMA CÉSAR

En Morelos la realización de marchas como manifestación de inconformidad social tiene el referente obligado de 1997, cuando por razones de inseguridad, salieron a las calle miles de ciudadanos, lo que a la postre detonaría la separación del entonces gobernador Carrillo Olea de su cargo.

 

El fenómeno de la interrupción del gobierno fue un parteaguas en el desarrollo de programas y en la formación de equipos, impactó el desarrollo de la entidad no tan favorablemente como se esperaba, dejando un saldo complejo.

 

Ahora, se presentan de nueva cuenta movilizaciones en donde está inscrito como un asunto toral, el de la seguridad. Antecede una entrevista del gobernador Graco Ramírez en un noticiero de cobertura nacional, en donde se mostró una guerra de cifras sobre el tema.

 

No es el caso de esta colaboración dilucidar sobre la veracidad de una u otra estadística, pero sí mencionar que la persistencia del tema de la seguridad es singularmente grave, en tanto es un problema cuyas connotaciones vulneran y prácticamente derruyen la vida social, la convivencia política y el tejido social porque introduce el miedo, el temor y la incertidumbre en la cotidianidad ciudadana, pues el sentirse amenazado tal vez sea uno de los mayores costos que se puede pagar al formar parte de una comunidad, en tanto pone en riesgo la integridad de las personas y sus familias, lo que acaba siendo una brutal manera de someter la libertad y la vida cívica.

 

Desde el punto de vista político, la inseguridad conduce a poner en enfermedad terminal el pacto fundante de la sociedad política, que se constituye para hacer valer el imperio de la ley, la seguridad y el patrimonio de las personas. De modo que si esto no se garantiza, pierde sentido la conformación de la autoridad. No en vano las dictaduras gobiernan con base en el temor. Y si el terror domina, la sombra del autoritarismo aparece como amenaza.

 

El antecedente de la marcha de 1997, y sus precedentes de 1996 y 95 son de fractura, y siempre que eso sucede la pregunta obligada es si se carecía de vías institucionales para dar una expresión adecuada en políticas públicas y acciones resolutivas a la situación que se vivía. De igual manera es posible pensar sobre 1968, en el sentido que si en vez de la represión de estudiantes era posible el diálogo y el acuerdo.

 

En este momento cabe la reflexión: ¿son las marchas del 16 y 17 de agosto de 2016 puntos de ruptura o detonación de respuestas? Si las marchas existen es porque hay hartazgo, desesperación y agravio, y también es una forma de urgir respuestas. Si las hay, deben darse; debe ser entonces el momento de construir desde la crisis; de lanzar una nueva etapa para ganar confianza desde las soluciones, de construir mejores espacios de interlocución, de reivindicar a la política como el mejor espacio de la construcción de acuerdos y la democracia como la mejor posibilidad para la convivencia pacífica y ordenada. Pero no de una democracia ingenua que sólo acepta la autoridad por haberse erigido legalmente; en vez de ello una democracia exigente que reclama y demanda al gobierno soluciones, pues en el ejercicio de la política no hay mando único, ya que los mandatarios responden a los mandantes y así debe ser.

 

El adagio dice que las crisis son también oportunidades, y ésta debe generar expectativas no sólo como un deseo bien intencionado, sino como una necesidad que encuentra su parto en el imperativo de ubicar a Morelos en el lugar que demanda su historia, su gente, sus recursos naturales en la generosidad de su biodiversidad y su gran potencial por su privilegiada ubicación geográfica, por ser espacio cosmopolita y de convivencia de afluentes, ideas y culturas.

 

Morelos ya se quedó casi sin población en las primeras décadas del siglo pasado y supo reconstruirse con vigor, lo que muestra el temperamento de su pueblo. Ese legado merece proyectarse hacia el futuro, mediante un presente que lo aliente.

 

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