Andrés Manuel López Obrador se despojó del águila que lleva sobre el pecho, el símbolo de la investidura presidencial, se remangó la camisa e hizo una caricatura de sí mismo. Tres días después de las marchas ciudadanas del domingo en todo el país para expresarle su repudio detrás de la defensa cohesionadora del Instituto Nacional Electoral, López Obrador no se aguantó a sí mismo y anunció que el domingo 27 encabezará una marcha del Ángel de la Independencia al Zócalo. El Presidente, envuelto en su traje de macho tropical, escribió ayer un episodio triste de la política mexicana donde el jefe del Estado mexicano se comportó como un peleonero en la secundaria.
Lo que no había hecho en lustros, marchar, lo hará en unos días empujado por la adrenalina vengativa que le inyectó rabia porque le arrebataron, por un rato, el monopolio de las calles. Uno pensaba que el coraje contra los manifestantes se iría diluyendo con los días y los nuevos distractores, pero qué equivocados estábamos al sobrestimar su madurez emocional. López Obrador mostró una cara de su personalidad que no lo hace ver fuerte, sino débil, vulnerable y afectado. Qué fuerte, qué malo, y qué peligroso que el Presidente más fuerte que hemos tenido en generaciones se comporte de una forma tan inestable.
El Presidente decidió que gobernar no es lo importante, que su reforma electoral tampoco, y que lo que tiene que defender prioritariamente es su ego herido, que está por encima de todo.
Hombre que hizo de la movilización, la toma de propiedades gubernamentales y privadas una forma de lucha, primero, y de financiamiento, después, con millones de pesos que el gobierno de Carlos Salinas, por intermediación del regente del entonces Distrito Federal, Manuel Camacho Solís, le entregaba a cambio de retirar sus plantones del Zócalo, no le cabe en la cabeza que sí hay quienes pueden lanzarse a la calle a protestar contra él, sin esperar nada a cambio.
Como sus insultos y amagos no debilitaron la convocatoria a las marchas, sino las estimularon, y ante el músculo que mostró la ciudadanía, respondió de una manera primitiva e infantil, convocando a su propia marcha. No se le había ocurrido antes porque estaba convencido –como muchos, incluido quien esto escribe– de que, pese al esfuerzo de las organizaciones civiles, la apatía histórica de la sociedad no iba a producir los números que inquietaran a los destinatarios de la protesta. Pero cuando se rompió el patrón de comportamiento, también se modificó su conducta.
Ayer reiteró que, como ya lo había anunciado, el primero de diciembre rendirá su informe trimestral con los logros de su gobierno, pero agregó que el martes “empecé a recoger opiniones y como lo nuestro tiene que ver con el mandar obedeciendo, la gente quiere que marchemos el 27, un domingo”. El pueblo que siempre usa como parapeto de cualquier desaguisado o exceso, ¿le dijo que tenía que dar una respuesta a las marchas del domingo? ¿Fue ese pueblo bueno el que se volcó con llamadas a Palacio Nacional para urgirlo a que su informe del primero fuera acompañado por una marcha, pero cuatro días antes, porque querían acompañarlo sin faltar al trabajo?
No sabemos qué sucedió el martes en el despacho presidencial, pero, presumiblemente, consulta popular no hubo y, si nos atenemos a la forma como gobierna, probablemente su equipo de asesores políticos, situados en el ala más radical de su entorno, y que carecen de experiencia en los menesteres de la gobernación, pero exudan ocurrencias temerarias, se reunió con él en Palacio y también, como suele suceder, en lugar de tranquilizarlo para que, con la cabeza fría, tomara las decisiones, lo azuzaron y se la calentaron más. Hemos visto lo fácil que ese grupo manipula a López Obrador, y la manera tan sencilla de llevarlo a hacer lo que ellos quieren y creen que es lo mejor para mantenerse en el poder.
El problema real, sin embargo, no es de ellos, sino de López Obrador. Ninguno de quienes conforman el grupo compacto del Presidente pagará las consecuencias de sus acciones, porque el mandato lo tiene él, no ellos, y los costos los pagará él, no sus adláteres. López Obrador pierde mucho, en imagen y respeto, ante una parte de la sociedad, mientras otra, como se pudo apreciar desde ayer en las redes sociales, con las cuentas de sus leales e incondicionales, apretó el acelerador para organizar la gran marcha de la reivindicación.
Ya sabemos cómo saldrá. Decenas de miles organizados por el aparato de Morena, con dinero de los gobiernos locales para ayudar en la movilización, buscarán hacer una demostración histórica. Contrastará seguramente con la marcha de cientos de miles que no tuvieron estructura, ni dinero, ni medios para movilizar a nadie. Pero no es una competencia de marchas. El berrinche que está haciendo por la marcha del domingo es inadmisible e incomprensible. Su bravata para responderla con otra marcha es infantil.
López Obrador no está gobernando; está peleando. El Presidente está distraído y desenfocado de las cosas importantes y trascendentes. México no es un carnaval. México es un país emproblemado. Cada día se siguen asesinando y desapareciendo a ciudadanos. La economía sigue sufriendo y se está agotando el dinero. La inflación no se detiene. Los subsidios a las gasolinas y los alimentos ya no son suficientes. El poder de compra está disminuyendo. Hay conflictos políticos en todos lados, de él contra la oposición, dentro de su partido entre figuras representativas y nada parece importarle.
Este país necesita sosegarse y caminar hacia la reconciliación, pero quien tendría la obligación ética y política de llevarla a cabo, es su principal enemigo. Ya no se le puede pedir a López Obrador prudencia, moderación y altas miras. Es todo lo contrario. Pero su comportamiento visceral, revanchista y atrabiliario debe ser bien visto y analizado por quienes, en posiciones de poder para servir de contrapeso, ayuden al Presidente a atemperarse y a que no siga encendiendo al país, en sus berrinches interminables.