Es rotundo el mentís del presidente López Obrador a lo afirmado por el canciller Ebrard sobre el frustrado asilo al golpista Pedro Castillo.
Tan excluyentes son sus palabras que se antoja improbable que el “hermano” Marcelo sea la corcholata que su jefe destapará para sucederlo en 2024.
“Tenemos una política favorable de asilo, yo no creo que nos negaríamos. Si él lo pide, lo consideramos y en el sentido positivo. No nos oponemos, pero no lo ha hecho”, dijo antier Ebrard en entrevista con Joaquín López-Dóriga, y lo mismo repitió durante la tarde del miércoles en otros espacios periodísticos.
Más:
“Tampoco he recibido yo ninguna llamada de Pedro, de él, de su familia o de alguien cercano pidiéndome que le diéramos asilo o algo por el estilo…”.
Su dicho pareció sincero y convincente, pero ayer su jefe lo exhibió como si fuera un mentiroso:
“Busqué a Marcelo Ebrard y le informé, y le dije que hablara con el embajador y se le abriera la puerta de la embajada con apego a nuestra tradición de asilo…”.
Para que Marcelo dijera no saber nada solo hay de dos: o López Obrador no le informó, como asegura, o le ordenó negar que el delincuente hubiera solicitado asilo para balconearlo después.
La bochornosa diferencia entre lo que uno y otro dicen en público refleja una deplorable comunicación en su trato personal, pese a que el subordinado es quizá el más relevante de cuantos integran el gabinete y desempeña encargos clave.
Ello explicaría la temeridad con que el canciller ha demandado “piso parejo” para el proceso morenista de designación de la candidatura presidencial ante las calurosas muestras de apoyo a la jefa del Gobierno capitalino por parte de López Obrador, en tanto que Ebrard ha debido apechugar agresiones verbales y físicas de iracundos fanáticos que le gritan “¡es Claudia!” o, como en la procesión del 27 de noviembre, que han llegado hasta a escupirlo.
La contradicción se manifiesta igualmente en las relaciones internacionales:
AMLO suele invocar la sobada “no intervención” en asuntos ajenos pero, con juicios sumarios y generalidades como las que aplica para México, respalda a gobernantes que han sido desenmascarados por sus instituciones.
En el caso peruano, dice que verá si “reconoce” a la correligionaria de Castillo que fue designada presidenta, pasando por alto el principio de que México ni reconoce ni desconoce gobiernos extranjeros (y lo mismo sucede con quien para la justicia argentina es corrupta y ha sido condenada a purgar cárcel en cuanto concluya su gestión de vicepresidenta y pierda su fuero, Cristina Fernández de Kirchner).
A la nómina de impresentables con los que López Obrador se identifica se suman los dictadores de Nicaragua, Cuba y Venezuela.
¿Por qué no toma en cuenta que otros mandatarios de la izquierda latinoamericana, como el chileno Gabriel Boric Font, condena sin tapujos la tiranía de Daniel Ortega, o el respeto a las instituciones peruanas que destituyeron y encarcelaron a Pedro Castillo expresado por el brasileño Lula da Silva…?
Carlos Marín