Barco a la deriva
La selección del senador Armando Guadiana como candidato al gobierno de Coahuila, que se pone en juego el próximo año, volvió a evidenciar que el centralismo presidencial que se vive, es selectivo. Guadiana, ante la sorpresa de muchos, resultó ser el mejor evaluado en las encuestas para abanderar al partido, según declaró Mario Delgado, líder nacional de Morena, quien aseguró que quien parecía el candidato designado, el subsecretario de Seguridad, Ricardo Mejía Berdeja, estaba al tanto de los resultados de la encuesta. “Nosotros no reconocemos esa encuesta”, respondió. “Quiero descalificar tajantemente esos resultados porque tengo severas dudas de cómo se levantaron”.
Mejía Berdeja sabía de lo que hablaba. En la encuesta que realizó Morena para achicar el número de aspirantes a la gubernatura de 12 a cuatro, el subsecretario apareció con un nivel de conocimiento de 40%, de acuerdo con personas que conocen los resultados de los estudios demoscópicos. Pero en la encuesta donde Guadiana fue el mejor evaluado, tuvo un nivel de conocimiento de 26%. Existe la sospecha en varios frentes dentro y fuera de Morena de que la designación de Guadiana fue parte de una negociación con el coordinador de la bancada del PRI en la Cámara de Diputados, Rubén Moreira, para que ese partido mantuviera la gubernatura, pero esto no es claro, porque todavía hasta la semana pasada, el trabajo que se realizaba en Palacio Nacional con el senador y el subsecretario sugería que sería un proceso limpio y libre de cuestionamientos.
No lo fue, como tampoco lo fueron los de Guerrero y Oaxaca el año pasado, o la Ciudad de México en 2018. El desaseo político es la marca de la casa morenista, cuyo combustible es inyectado de manera permanente desde Palacio Nacional por Andrés Manuel López Obrador, quien pese a ejercer un centralismo presidencial que no se había visto en muchas décadas, su atención a los problemas y soluciones es aleatorio. Los asuntos públicos no pesan igual para él, y su atención se enfoca en aspectos coyunturales que, o pueden afectar su imagen, o pueden tener implicaciones electorales que pongan en riesgo la victoria de Morena en las elecciones presidenciales de 2024.
López Obrador conduce el país como si fuera un barco a la deriva, desatendiendo lo que los instrumentos le indican de las tormentas que se acercan o las ignora hasta que está en medio de ellas. En esos vacíos de autoridad que paradójicamente deja con su actuar cotidiano, crujen los maderos de la nave porque sus colaboradores se sienten libres de actuar, no para hacer política pública, sino para intrigar, sin que él esté atento para evitar el desgaste de su gobierno, de su equipo y de él mismo, como ha sucedido por varias semanas con la alianza táctica entre Claudia Sheinbaum, jefa de Gobierno de la Ciudad de México, y Adán Augusto López, secretario de Gobernación, que han hecho una campaña soterrada en contra del canciller Marcelo Ebrard, para desbarrancarlo de la carrera presidencial.
El Presidente, pese a estar enterado de ello, no los ha detenido –probablemente porque siente que no le afecta en absoluto–. Un caso que muestra que López Obrador se mete al microcosmos de la gestión sólo cuando siente que está teniendo un impacto negativo sobre su persona, es el de la presidenta de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, Rosario Piedra, cuyas acciones lo tienen harto porque entiende que lo perjudican. Sin embargo, no hay señales de que pudiera haber un relevo en ese organismo, porque la ambivalencia de López Obrador es notable.
El mejor ejemplo es el de la gobernadora de Campeche, Layda Sansores, a la que usó el gobierno para golpear inicialmente al líder del PRI, Alejandro Moreno, con una sevicia política que, cuando se empezó a revertir hacia Palacio Nacional, ordenó que la callaran. Sansores acató, pero luego volvió, leyendo bien al Presidente, atacando al senador Ricardo Monreal y al empresario y enemigo público número uno de López Obrador, Claudio X. González. Y sin embargo, durante su reciente gira por Campeche, el Presidente, lejos de hacerle un extrañamiento, le agradeció lo hecho y le pidió continuar el procero contra el dirigente del PRI.
Los conflictos entre sus colaboradores estallan y se apagan, o pasan desapercibidos hasta que le explotan en las manos. En la primera categoría se encuentran, por ejemplo, las declaraciones agresivas de la secretaria de Economía, Raquel Buenrostro, en contra de su antecesora Tatiana Clouthier, a quien acusó de coordinación intergubernamental para alinear la negociación de las quejas de Estados Unidos y Canadá por presuntas violaciones al acuerdo comercial norteamericano, que se apagaron hasta que el Presidente se lo ordenó.
En la segunda categoría están los problemas entre Delfina Gómez, candidata al gobierno del Estado de México, el coordinador de la campaña, Horacio Duarte, y el senador Higinio Martínez, jefe del Grupo Texcoco, al cual pertenecen ambos. El Presidente no intervendrá hasta que sienta que le afecta electoralmente.
Otro ejemplo claro de su discrecionalidad fue el incremento de casos de Covid-19. Ayer, en la mañanera, el subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell, informó que los contagios completaron su sexta semana al alza, pero cuando hace poco más de dos semanas se le informó a López Obrador lo que estaba sucediendo, simplemente ignoró la información y no dio ninguna instrucción.
Situaciones como la que se está viviendo con la candidatura de Coahuila son recurrentes en este régimen. Algunos conflictos y contradicciones son abiertos, pero muchos más pasan desapercibidos ante la opinión pública por el desinterés que muestra López Obrador para resolver los problemas que llegan a su despacho. El Presidente tiene lo que se conoce como atención selectiva, donde focaliza su mente y procesa aquello a lo que otorga relevancia, e ignora lo que considera irrelevante, aunque no lo sea, y lo desatiende en su momento, aunque después, cuando afecta a su imagen o sus pretensiones electorales, tiene que resolver. En cualquier caso significan un desgaste para el Presidente y para su gobierno.