Se fue de bruces López Obrador
Los sueños del presidente Andrés Manuel López Obrador de ser el líder de la izquierda latinoamericana volvieron a estrellarse con la realidad. El último revés, la decisión del gobierno de Perú de declarar persona non grata al embajador mexicano Pablo Monroy, por las declaraciones en Palacio Nacional. Sólo una vez antes había sucedido algo similar, en Bolivia. Y esa vez también fue contra las afirmaciones de López Obrador a favor de Evo Morales, que para perpetuarse en el poder, como quería el expresidente Pedro Castillo, violó la Constitución.
La ministra de Relaciones Exteriores de Perú, Ana Cecilia Gervasi, dijo que su gobierno había decidido expulsar a Monroy por las “reiteradas expresiones de las más altas autoridades (mexicanas) sobre la situación política del Perú, que constituyen injerencias en nuestros asuntos internos y, por lo tanto, son violatorias del principio de no intervención”, contemplado en el artículo 9 de la Convención de Viena sobre relaciones diplomáticas. Una vez más quedaron expuestas sus desafortunadas irrupciones en política exterior, aunque en el caso peruano, hay ramificaciones adicionales.
López Obrador apoyó desmedidamente al expresidente Castillo desde un principio. En diciembre de 2021, cuando el gobierno de Castillo venía en picada por su ineficiencia y desorden, envió al secretario de Hacienda, Rogelio Ramírez de la O, y la entonces subsecretaria para el Bienestar, Ariadna Montiel, para “instruirlo” –así lo dijo– sobre los programas sociales de su gobierno para que los llevara a cabo y sacara de la crisis. No debe sorprender que no sirvieran para nada y López Obrador quizá vio en el colapso de Castillo una derrota, no sólo para sus programas, sino porque el Congreso peruano lo destituyó cuando, mediante actos autoritarios, intentó destruir la democracia peruana.
Las declaraciones reactivas de López Obrador fueron una reiteración de sus mañaneras, extrapoladas a Perú. Castillo, afirmó, había sido depuesto por los conservadores que se negaban a perder sus privilegios, lo que fue un disparate al soslayar que fue su gabinete, su partido, el Ejército, la policía y todas las instituciones quienes se opusieron a sus acciones, y que quien lo sustituyó, Dina Boluarte, era su vicepresidenta, venía de la izquierda y del mismo partido. Ante las críticas, el Presidente mexicano rechazó ser intervencionista y dijo que sólo expresaba su opinión.
Es bien sabido que López Obrador no tiene idea del valor de la palabra de un Presidente, por lo que constantemente se mete en problemas, como sucedió en 2019 en Bolivia, cuando defendió los intentos de Evo Morales por destruir la democracia, y que ante la presión a su intentona, renunció, y se metió en sus asuntos internos. Como resultado, el nuevo gobierno declaró persona non grata a la embajadora María Teresa Montaño, que regresó dos años después a La Paz tras negociaciones con un gobierno transicional.
Antes de Montaño, no hay precedente que se recuerde de una acción similar en ningún otro país. Pero, a diferencia de Montaño, en el caso de Perú, López Obrador escaló el intervencionismo más allá de la retórica. Monroy, un novato que fue enviado a Lima por su relación personal con una diplomática peruana, cabildeó en el Congreso y ofreció viajes a México a legisladores, para que bloquearan la sesión en el Congreso donde declararían incompetente a Castillo y lo depondrían.
Con dinero de los contribuyentes mexicanos, el gobierno de López Obrador intentó sobornar a diputados peruanos, algo inverosímil no por el hecho en sí mismo, sino por la forma abierta de intervenir flagrantemente en los asuntos internos de esa nación. Si López Obrador ha acusado de intervencionista a Estados Unidos porque Mexicanos contra la Corrupción recibe una ayuda limitada de la Agencia para el Desarrollo Internacional –el mayor beneficiario de este tipo de apoyos es la Secretaría de la Defensa–, con recursos presupuestales públicos, ¿de qué dimensión es lo que hizo en Perú? La analogía más cercana es con el embajador estadounidense Henry Lane Wilson, que promovió la rebelión de generales contra Francisco I. Madero y José María Pino Suárez, encabezada por el golpista Victoriano Huerta hace más de un siglo.
López Obrador fracasó, y tampoco logró que se sumaran a su misma línea de acción gobiernos de izquierda como Argentina, Chile, Colombia o el próximo en Brasil, con Luis Inácio Lula da Silva, que aunque condenaron las acciones contra Castillo, no se fueron de bruces. Ni se están yendo. López Obrador se ha quedado solo en sus extremismos, y está pagando consecuencias por lo irascible de sus acciones, en las que el resto de los presidentes de la región no cayó.
Al baile de López Obrador no se sumó nadie. La capacidad que él creía tener para persuadir al resto de los presidentes latinoamericanos, no existe. Su ambición por erigirse como el líder de la izquierda en el subcontinente, no tiene puerto de destino. López Obrador, que piensa conocer la historia, la desconoce. Desde los 90, como se escribió en este espacio en aquellos años, la decisión del presidente Carlos Salinas de negociar un bloque comercial norteamericano acabó con la influencia real mexicana en América Latina, donde las potencias económicas sudamericanas consideraron que sus intereses no estaban en esta región, sino con Estados Unidos.
Sin cambiar los términos que llevaban a esa reubicación política de México en América Latina –al renegociar el acuerdo comercial norteamericano–, la pretensión de encabezar a la izquierda continental no era un sueño, sino una utopía. Peor aún, sus declaraciones y torpes acciones en política exterior le están restando credibilidad por todas partes. Estados Unidos, por ejemplo, ya dio señales que a quien tendrá como interlocutor regional es a Lula, no a López Obrador, y su amigo, el presidente argentino, Alberto Fernández, actuando pragmáticamente, ha respaldado a Washington en decisiones –como la elección del nuevo presidente del BID– contra lo que deseaba el mexicano.
Todavía quiere López Obrador ser el líder latinoamericano, ha confiado a sus asesores, sin darse cuenta que nunca lo será y que, en realidad, posibilidades tampoco nunca existieron.