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LINOTIPIA

Culpable
 

Son las 2:40 de la tarde. El hombre que entra en esta sala de una corte federal en Nueva York ha perdido el brillo frío y aterrador que tenían sus ojos la última vez que me miró, hace unos días. Diez años antes vi esos ojos cuando le pregunté en una conferencia de prensa por qué se mudaba a Miami. Aquel día de 2012 fue su último como el policía más poderoso de México. La semana pasada, cuando me miró de nuevo, escuchábamos a una fiscal explicar cómo él fungía de capo en una mafia disfrazada de policía.

El hombre luce igual que aquella vez, cuando él era poderoso y yo, una aprendiz de periodista. Traje impecable. Corte de cabello perfecto. Uñas pulcras.

Pero las cosas han cambiado. El hombre entra en la sala y toda su piel se ha vuelto roja, como si la sangre bombeara en su cuerpo a una velocidad inaudita. Tiene los labios tan juntos que su rostro parece una mueca, con la mirada esquiva. En sus ojos ya no hay amenaza, sino miedo. Pienso que ha valido la pena llegar hasta aquí porque, pase lo que pase, he visto este momento de terror.

A mi izquierda está Anabel Hernández, una periodista a quien el hombre torturó sicológicamente. Mató a sus fuentes, amenazó a su familia, la expulsó de su país. Ella, aunque es muy fuerte, vibra a 20 centímetros de mí. Tiene en sus manos una copia de la hoja del veredicto, la misma que el jurado acaba de entregar. Anoto en mi libreta los cargos. Ella los marca en sus hojas mientras oímos al juez.

Tratamos de apuntar todo: la expresión de él, del jurado, del juez, de la esposa. No lo conseguimos. El momento nos sobrepasa.

Segundo cargo, culpable. Tercero, culpable. Cuarto, culpable.

Anabel comienza a sollozar. Pongo mi mano izquierda en su espalda. Escribo lo que puedo con la derecha. Me doy cuenta de que yo también estoy llorando cuando mi colega María Hinojosa me sostiene el brazo. A nuestra izquierda, mi compañera Sofía Sánchez me mira con dulzura y acaricia a Anabel.

Quinto cargo, culpable. Primero, culpable. Ya no anoto nada. El titular será "todos los cargos". Anabel me mira. En sus ojos hay una tristeza infinita.

Recuerdo entonces: estoy aquí como periodista. Me fijo de nuevo en él. Observa al juez, impoluto. Sus manos, cruzadas. No las ha movido ni un milímetro de como las vi hace unos minutos. Su hijo ha dejado de moverse y traga saliva. Me seco las lágrimas. Otros periodistas me sonríen cariñosamente.

Tras el cuarto cargo, los abogados de la defensa ya no siguen con la mirada el documento del veredicto. Saben que han perdido todo. Solo atinan a decir sí cuando el juez pregunta si quieren que cada uno de los doce jurados confirme la decisión unánime. Sí, señor, responden uno a uno. Sí, señor, como respondía el hombre de traje al presidente de México, a la DEA, la CIA, al Cártel de Sinaloa, en sus días de poder.

El juez propone una fecha para la sentencia. El 27 de junio. La defensa y la fiscalía asienten. El hombre aún no se mueve. Anabel se ha calmado. Caigo en cuenta de que el momento cuando el tiempo se detuvo ya terminó. Estamos en la burocracia de un caso más en una corte más.

Cuando termina el papeleo, se va el jurado. El hombre, aún rojo, parece que va a desmayarse. Ya no envía besos ni te amos a los suyos. Se toca el pecho y se va. La esposa sale con la cara arriba. Detrás, el enjambre de periodistas.

Cuando deja la sala, una de las fiscales me mira. Quiero decir gracias, pero sé bien que eso no me toca. No digo nada. Afuera, nos encontramos de nuevo con Anabel. Camina despacio. Abraza su libreta. Le preguntamos cómo está. No sé, responde. Sofía prende su grabadora. Mi libreta de reportera fue mi única arma para vencer a este tipo, dice luego. El fuego de periodista ha vuelto a su mirada y a su voz.

En la calle el ambiente tiene la algarabía de un carnaval. La gente se abraza y grita sí se pudo. Periodistas transmiten en vivo. Nos ponemos a grabar lo nuestro.

El momento suspendido ya no existe. Yo también he vuelto a mí. Ya no digo su nombre. Ya no digo que es "supuestamente" un criminal. Es un narcotraficante. Un número de veredicto. Un número en una cárcel. Pienso en otros números a los que llevo años poniendo rostro: los que han muerto, los que han desaparecido, a los que seguimos buscando. A esos sí los nombro.

@penileyramirez

 

 

 

 

 

Ámbito: 
Nacional