Que dos personas del mismo sexo se puedan besar públicamente, que el racismo se rechace por ser “evidentemente estúpido” o que cualquier persona, independientemente de su identidad de género, pueda aspirar a cualquier trabajo está socialmente aceptado porque antes fue demostrado científicamente que ni la raza, ni el género ni la orientación sexual son motivos para excluir a las personas. “Debemos agradecérselo a las ideas que defendía el círculo de Franz Boas”, sostiene el historiador y politólogo Charles King (Arkansa, 55 años), profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad de Georgetown. Acaba de publicar en español Escuela de Rebeldes (Taurus, 2023), un libro en el que narra las vidas de este antropólogo, un inmigrante judío alemán, y de su grupo de estudiantes, esencialmente mujeres, y cómo rebatieron científicamente en Estados Unidos las tesis eugenésicas que defendían la superioridad del hombre blanco —y heterosexual— durante la primera mitad del siglo XX.
“La idea de que la humanidad es una e indivisible, con independencia del color de la piel o de los hábitos sexuales, no es moral o religiosa, sino una idea científica, que hoy en día puede ser muy obvia o muy controvertida dependiendo de la visión política de cada uno”, defiende King durante una entrevista con este diario. Pero en la época de Franz Boas, entre la década de los veinte y los cuarenta, “esa era una reivindicación revolucionaria”, apunta.
La ciencia, en aquel momento, empujaba en la dirección opuesta y “decía qué razas son superiores o inferiores, qué culturas son civilizadas y cuáles son salvajes”. Y lo que Boas defendió y demostró científicamente, añade King, es que “la buena educación, la humildad, los modales y la adecuación a unos valores éticos determinados son universales, pero en qué consisten la buena educación, la humildad, los modales y los valores éticos no es algo universal”. Por ello, desde el punto de vista de Boas, “si uno se sentía incómodo ante las costumbres de otra sociedad, la única reacción científica apropiada era analizar su propia reacción”. Y para ello, solo había un método: la empatía y la liberación de los propios prejuicios.
“Si alguien quería comprender de verdad lo que sucedía en una aldea kwakiutl [Canadá] o en un campamento inuit [Groenlandia], debía hacer todo lo posible para liberarse de las opiniones que preponderaban en el entorno en que había nacido”, explica King sobre el pensamiento de Boas. Sin aplicar este método, muchos observadores, analizaba el antropólogo, solían tildar a los pueblos tribales de “indolentes”. Pero la hipótesis que, en ese caso, habría que plantear era la posibilidad de que solo mostraran pereza con respecto a cosas que no les interesaban. Por ejemplo, para encontrar el rastro de un grupo de focas en un témpano de hielo completamente uniforme o para perseguir a una ballena en una canoa de remos hasta el agotamiento del animal y el propio se requería, desde luego, un gran trabajo.
El poder de la mirada
Charles King concede un especial peso en Escuela de rebeldes a la biografía de Franz Boas y su círculo, especialmente las antropólogas Margaret Mead, Ruth Benedict, Ella Deloria y Zora Neale Hurston. “Las ideas científicas no solo surgen de la cabeza de alguien sino también de su corazón y de su experiencia de vida”, reflexiona. Estos investigadores, que sentaron las bases del relativismo cultural, una corriente antropológica que rechaza el concepto de raza como parámetro para estudiar a una comunidad, viajaron al Círculo Polar Ártico, a las reservas americanas, al Caribe, a la Polinesia o a Japón para documentar enfoques radicalmente diferentes sobre las relaciones entre hombres y mujeres, el amor o la familia.
“Todos ellos lucharon de diferentes maneras y se enfrentaron a una sociedad que los describía como personas de segunda clase”, relata King. Boas era un alemán judío inmigrante de primera generación en Estados Unidos, Zora Neale Hurston era una mujer negra de Florida en el apogeo del racismo estadounidense y Mead y Benedict mantenían una relación amorosa en un momento en el que el amor entre dos mujeres era anatema. “Todos se enfrentaron a la experiencia de preguntarse si eran una persona desviada, inferior y enferma o si simplemente la sociedad, las reglas y la cultura que les rodeaban les había otorgado un estatus de segunda clase”, reflexiona el historiador. Y de esa idea tan simple surge “toda la teoría social de que tal vez sean las reglas de la sociedad las que determinan el curso de la vida y no la inferioridad biológica, la raza o la sexualidad”, una teoría que ha influido profundamente en las sucesivas generaciones de antropólogos.
Sin embargo, siempre va a haber “personas que necesitan sentir que sus prejuicios contra otros tienen una justificación profunda”, cree King. “La mayor sorpresa para mí fue que cuando comencé el libro, en 2015, pensé que iba a contar esta historia de lucha y triunfo y que al final nos preguntaríamos cómo nos volvimos todos tan inteligentes, ilustrados, globales y cosmopolitas”, apunta el autor del libro. Pero, continúa, “llegó el Brexit, [el expresidente estadounidense Donald] Trump y el surgimiento de hombres autoritarios en Rusia, India, China, EE UU y Brasil; y, de pronto, todas las ideas contra las que luchaba Boas están ahora en el centro de la política de muchos países”.
Para rebatirlas hay que seguir mostrando, tal y como hizo Boas, “que el mundo es diverso, que hay muchas culturas, muchas maneras de entender qué es Dios, con quién te deberías casar o cuál es el tipo de amor correcto”, añade King. Y subraya el principal consejo del antropólogo: “Si te encuentras en una posición poderosa, colócate en una posición menos poderosa por un tiempo y ve el mundo como lo ven las personas que no son poderosas”. Porque al igual que el remedio para una enfermedad mortal podría hallarse en una planta desconocida que crece en una jungla remota, “la solución a los problemas sociales”, según el círculo de Boas, “podría descubrirse en la manera en que otros pueblos han abordado ciertos retos que son comunes a toda la humanidad”.