Juárez, responsabilidad presidencial
La tragedia de Ciudad Juárez es el colapso de una política migratoria de tres presidentes, Andrés Manuel López Obrador, Donald Trump y Joe Biden. Los tres conjuraron, por diferentes razones, una política de exclusión e indignidad. Treinta y nueve muertos, hasta ahora, son su timbre de vergüenza y responsabilidad política por el horror de ver cómo los inmigrantes fueron encerrados bajo llave en el centro de detención temporal de esa ciudad fronteriza, mientras se incendiaba su celda. Biden no ha dicho nada. Trump, tampoco. López Obrador se lavó las manos. Ken Salazar, embajador de Estados Unidos en México, fue más sensato al decir que los dos gobiernos deberían trabajar para componer un sistema de migración “quebrado”.
Sus palabras no son nuevas. Salazar era secretario del Interior en el gobierno de Barack Obama cuando hace casi una década dijo en un discurso desde la Casa Blanca que el sistema estaba roto, y que cada día había millones de personas indocumentadas, en las sombras, que esperaban que hicieran algo. Se había comprometido desde 2013 a reforzar la seguridad fronteriza –deportando a inmigrantes como ningún otro presidente ha hecho– y la infraestructura –que hizo Trump–, combatir el crimen trasnacional –que han mal hecho los tres– y deportar criminales. Años después, todavía cuando era presidente electo, López Obrador se echó un clavado en ese sistema quebrado.
En octubre de 2018, Alejandro Encinas, quien iba a ser nombrado subsecretario de Gobernación para Derechos Humanos, declaró que el nuevo gobierno iba a modificar la política migratoria desde una visión humanitaria, dándoles visas de trabajo y refugio en caso de ser necesario. Las marchas de migrantes hondureños habían comenzado, pero esas palabras que abrían la puerta al paraíso las aceleró. La política humanista y de brazos abiertos llegó al extremo de facilitarles transporte, agua y comida a los inmigrantes en su paso por México hacia Estados Unidos, en ese mundo ideal de principio de sexenio que tenía el respaldo de 51% de la población, según las encuestas de Consulta Mitofsky.
Tiempo después del desorden que metieron a un sistema quebrado, un colaborador de Olga Sánchez Cordero, que era la secretaria de Gobernación y responsable de la política migratoria en ese entonces, dijo que habían cometido un error, pues no calcularon lo que iban a provocar. Lo que provocaron fue que se aglomeraron en la frontera con Estados Unidos decenas de miles de inmigrantes y las detenciones comenzaron a subir súbitamente. En marzo de 2019, en una reunión de Jared Kushner, yerno de Trump y responsable extraordinario de la política con México, le advirtió a López Obrador en la Ciudad de México lo que estaba sucediendo en la Casa Blanca y el temperamento de su suegro por la anarquía migratoria: si no hacen nada, adelantó, habrá consecuencias.
López Obrador oyó, pero no escuchó. A finales de mayo de 2019, vino lo que le anticipó Kushner. Trump le dio un ultimátum a México señalando que si para el 10 de junio no frenaban la inmigración ilegal, impondría aranceles a los productos mexicanos. López Obrador le quitó la responsabilidad de la política migratoria a Sánchez Cordero, se la entregó al canciller Marcelo Ebrard y lo mandó a Washington. Ebrard ya había estado en la capital estadounidense en noviembre de 2018, cuando arregló en secreto el acuerdo conocido como Permanecer en México con el entonces secretario de Estado, Mike Pompeo, donde se colocó la semilla de lo que sucedió en Ciudad Juárez: quienes buscaran asilo en Estados Unidos esperarían el trámite en México. Pero al agravarse el descontrol en la frontera, exigieron que frenara la inmigración a como diera lugar. La política de brazos abiertos cambió radicalmente y López Obrador despachó a 27 mil soldados y Guardia Nacional a la frontera con Guatemala. Trump corrió su frontera sur del río Bravo al Suchiate.
Cuando Biden llegó a la Casa Blanca denunció las políticas migratorias de Trump como “crueles y excluyentes” y planeó cancelar la política del Título 42, impuesta por su antecesor durante la pandemia del coronavirus para restringir todo tráfico transfronterizo que no fuera esencial. No le duró mucho el deseo, ante la realidad política electoral y la migración que no cesaba. En octubre del año pasado, invocó el Título 42 y comenzó a negociar con México un mayor volumen de inmigrantes centroamericanos para “permanecer” en este país en espera de sus trámites. En enero, en vísperas del arribo de Biden para la cumbre de líderes norteamericanos, López Obrador aceptó recibir 30 mil inmigrantes más cada mes de Cuba, Haití, Nicaragua y Venezuela.
Desde septiembre de 2021, el respaldo a los migrantes en México había cambiado en concordancia con el discurso de contención militar de López Obrador, y se encontraba en 9%, de acuerdo con Consulta Mitofsky. En la actualidad se mantiene ese apoyo, pero el rechazo a los inmigrantes creció en todo el país a 88%, y de alguna manera avalando que México se hubiera metido en la cama con Estados Unidos para hacerle el trabajo sucio migratorio, mientras que internacionalmente presumía lo contrario.
En nombre del gobierno mexicano, Ebrard suscribió en diciembre de 2018 el Pacto de Marrakech, y en junio del año pasado la Declaración de Los Ángeles, que incorporaban el respeto a los derechos humanos de los inmigrantes y el compromiso de no hacer deportaciones involuntarias. Es decir, todo lo contrario de lo que se hizo en Ciudad Juárez, donde incluso el Presidente dijo el martes que el incendio en el centro de detención temporal había sido provocado por los inmigrantes detenidos en respuesta a que iban a ser deportados.
Ciudad Juárez es el último eslabón del desastre de esta política migratoria binacional, donde México ha servido como el hoyo negro de las necesidades políticas de Trump y Biden, cuyas presiones han producido en los hechos el quid pro quo de ayudarlos electoralmente a cambio de no voltear a la degradación de las libertades en México. Esto último ha ido modificándose, pero la política migratoria no. Treinta y nueve muertos, y contando, es su resultado.