Antes de que la covid dejase un reguero de olfatos con anosmia, este sentido ya andaba perdiéndose, pensaba yo mientras leía que unos investigadores del Departamento de Neurociencias de la UPV/EHU y de la Universidad de Burdeos habían descubierto el mecanismo biológico que proporciona el incremento en la sensibilidad a los olores cuando se tiene hambre.
A todos nos ha sobrevenido un apetito despiadado al sentir danzando en el aire una huella de pan recién horneado mientras caminamos por la calle. Curiosamente, en función de lo que se coma, el olor corporal varía, debido a que algunos restos químicos de la digestión se expelen a través de esa campana extractora que es la sudoración. Así, junto con el ajo, la cebolla, el alcohol, la carne roja y los azúcares refinados, los alimentos procesados están a la cabeza de esa lista de hedores excretados por los poros. Por eso, el último miembro de la aniquilada tribu de los yahis californiana —aquel que sentenció eso de que “cuando el último árbol sea cortado, cuando el último río sea contaminado, se darán cuenta de que el dinero no se come”— le reveló al antropólogo que lo acompañaba que tenía que ayunar tres días antes de pretender cazar un venado porque, de otro modo, su olor lo delataría.
Per se, no hay aromas mejores que otros de manera absoluta, como lo pone de manifiesto esa predilección que muestran algunas personas por el olor que desprenden la gasolina, el estiércol de vaca, la tinta china o sus propios pedos, que, según un estudio publicado en European Journal of Social Psychology, no desagradan sencillamente porque nos resultan familiares.
Sorprende cómo algo tan fugaz como un conjunto de moléculas aromáticas son capaces de operar como un mensaje dentro de una botella, despertando situaciones pasadas de nuestra historia personal. Ese aroma de madera y barniz de los lápices nos puede hacer viajar a unos primeros años que recordaremos como placenteros o incómodos en función de cómo se viviesen.
Paradójicamente, el olfato, siendo 10.000 veces más sensible que cualquiera del resto de los receptores orgánicos con los que percibimos el mundo, ha solido quedar relegado al último puesto en la jerarquía de los sentidos. Dicen los que saben que en el proceso civilizatorio de los sentidos se consideraba que la vista y el oído guiaban hacia Dios, en tanto que el gusto, el olfato y el tacto se tenían por sentidos bajos, instigadores de la gula y la lujuria, pese a existir bocados que saben a gloria.
Cada época y sociedad han sostenido en el ambiente su propia osmología, en un viaje que ha transitado hacia la hiposmia y la desodorización recientes. Los nuevos modos de vida han cambiado no solamente el paisaje, sino la mirada olfativa, hecho que se advierte en el silencio odorífero de las viviendas. No hay tiempo ni ganas de cocinar después de una jornada intensa de trabajo, y menos aún de que el apartamento huela a comida, lo que ha desvanecido el repertorio de aromas que en el pasado enarbolaban los hogares. La comida a domicilio y para llevar reconstruyen el nuevo mensaje sensorial doméstico. Se acabó aquello de encender el fuego, añadir la cebolla, remover, reducir el vino, rectificar de sal y añadir el pescado.
La alimentación convencional viene cediendo su espacio al olor que desprenden unos productos que, para optimizar sus costes, potenciar y redondear sus características, se arropan con aromas alimentarios. Una paradoja más de una era en la que hemos cambiado las ventanas por pantallas táctiles por las que asomarnos al mundo es observar cómo se sustituyen los olores originales y la riqueza olfativa de la comida por los de extractos, compuestos y esencias industriales, en un planeta donde uno de sus sabores más populares, la vainilla, en menos del 1% de los casos es natural.