Dalaxie viene de hacer la compra en el supermercado cuando se encuentra con el periodista, el pasado miércoles 29 de marzo. Este hombre, al que se le podría decir joven si no hubiera pasado por un infierno para poder llegar hasta aquí, tiene 26 años y las manos llenas de plátanos, una bolsa de patatas fritas y un paquete de pañales. A su alrededor da vueltas una de sus hijas con el botón del body suelto. Tiene un año. El otro, de tres, está con su madre en la tienda de campaña que han instalado en la plaza Giordano Bruno, en el centro de Ciudad de México. Allí duerme con otros 200 migrantes desde hace unas dos semanas. La mayoría son haitianos. Bromean y platican y discuten entre ellos en criollo, una lengua mezcla del francés y dialectos africanos. Hay médicos, ingenieros, productores de música y abogados que se pasan la noche intentando dormir en tiendas de campaña, entre cartones y sobre un suelo de piedras encharcado y coloreado de flores moradas de jacaranda. Dalaxie prefiere dejar la compra antes de ponerse a hablar de la inoperancia del sistema mexicano de atención a migrantes.
“¡Esto es peor que la Selva del Darién!”, se indigna el haitiano, que va vestido con una playera desgastada, unos pantalones cortos que se han sentado en mil banquetas y unas chanclas con calcetines. Eso es mucho decir para un padre de familia que casi muere en aquella selva que separa Colombia de Panamá. “Tienen montañas más altas que ese edificio”, dice señalando un rascacielos que tiene detrás. “Tenía que llevar la mochila, que tiene todo, y a mi hija también y cuando mi mujer no podía más, llevaba también a mi otro hijo. Todo. Casi morimos allí”. Al tercer día, se quedaron sin agua y sin comida. Empezaron a beber agua del río, pero su mujer y su hijo se pusieron enfermos de diarrea. Les salvó un haitiano que, sin conocerles, les dio una botella de agua y un paquete de galletas en una travesía en la que no hay comercios durante días, solo muertos y ladrones. Con eso consiguieron llegar hasta el otro lado. “Esto es peor que la Selva del Darién”, dice Dalaxie a pesar de todo.
“México no quiere inmigrantes, México solo quiere que nosotros pasemos a Estados Unidos”, asegura, y él mismo expresa la contradicción que se vive aquí: “Pero ellos no quieren darnos el papel para que sigamos el camino, y no podemos quedarnos aquí, tampoco nos dan papel para trabajar, y nos quedamos sin dinero”. Con “ellos” se refieren al Instituto Nacional de Migración (Inami), que junto con la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) conforman el entramado burocrático que vuelve locos a los migrantes que llegan a Ciudad de México. Los 11 migrantes con los que habló este periódico aseguran que no quieren quedarse en México. Solo están esperando el papel que les permita seguir hacia el norte. El “papel” es la Tarjeta de Visitante. En el resto de países por los que pasan, se lo dan en cuestión de días y con él pueden viajar “legalmente” y cruzar la frontera.
En México podría funcionar así, pero no. Andrés Alfonso Ramírez, director de la Comar, asegura que el único que puede proporcionar el documento es el Inami. Sin embargo, cuando los migrantes acuden a sus oficinas, les dicen que no, que antes tienen que ir a la Comar. Y aquí empieza el enredo. Lo explica mejor Diversión Val, un ingeniero civil haitiano de 25 años. Lleva una semana en Ciudad de México intentando conseguir el documento. “Vamos a inmigración y nos dicen que tenemos que ir a la Comar, pero allí nos dicen que no, que lo nuestro es en inmigración, que ellos no pueden darnos ese papel, y así una y otra vez”.
Al final, él y sus compañeros piden cita en las oficinas de la Comar, al lado de la plaza donde pasan la noche. Pero las primeras citas no son hasta mayo, y los migrantes no tienen dinero para esperar tanto. Por si fuera poco, la cita que están esperando no es para recibir la Tarjeta de Visitante, sino para recibir el estatus de refugiado. Este proceso, según la ley, impide al inmigrante “salir de la entidad federativa en la que se encuentra”, asegura Ramírez, que ya está cansado de intentar aclarar la confusión. El único cabo suelto de este enredo, el Inami, no ha respondido a las llamadas y correos enviados durante días por este periódico.
En la plaza se hace de noche y comienza a caer una lluvia fina que amenaza tormenta. Los migrantes empiezan a recoger las esterillas y se ponen la ropa de abrigo. Están cada vez más cansados de vivir en la calle. La noche anterior llovió mucho y la plaza se convirtió en un pequeño lago, el agua entraba en las tiendas de campaña y mojaba todo a su paso. Dormir era imposible. Para protegerse, la gente cubre sus tiendas con plásticos improvisados. A veces parece un esfuerzo inútil.
Un señor, haitiano de 45 años, ha roto varias bolsas de basura y cubre con ellas la tienda de campaña. Pega las bolsas entre sí con cinta adhesiva que va cortando con los dientes. ¿Esto protege? “Sí, sí protege un poco”, contesta el hombre sin perder la compostura, pero sin mucha esperanza. La lluvia cada vez cae con más fuerza. Los migrantes empacan sus mochilas y se meten en las tiendas de campaña. Hace frío. Los niños empiezan a toser. Sus madres les envuelven en mantas y se meten en las tiendas de campaña con la esperanza de dormir un poco.
“A mí no me gusta este viaje, a nadie le gusta, es muy duro”, decía Dalaxie hace un rato, “pero quiero vivir, quiero conseguir mis sueños. Yo quiero hacer grandes cosas, hermano”. Y luego, haciendo fuerza con el brazo para mostrar su escuálido bíceps y buscar la palabra correcta, muy serio y cansado, sentencia: “Nosotros somos héroes, por lo que hemos pasado, somos guerreros, pero a nadie le importa eso aquí. Ni siquiera nos dejan seguir el camino”. Un rato después, un torrente de lluvia moja sin piedad las tiendas de campaña de la plaza Giordano Bruno, cae la noche y la capital de México duerme sumida en el más absoluto silencio.