A finales del gobierno peñanietista no faltaba quien temiera que el de López Obrador sería de corte echeverrista y yo, uno más de la generación golpeada en los 60 y 70, respondía que no había de qué preocuparse porque daba por sentado que en el ánimo de AMLO no había, como hasta la fecha consta, ni pizca de ímpetu represor.
Me replicaban que los dos personajes, por más que coincidieran en su veneración a Juárez, eran más que nada populistas y demagogos, y yo alegaba que si el modelo era Luis Echeverría qué bien, porque fue creador de instituciones y desarrollador de proyectos trascendentales, entre otros: el Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda (Infonavit), la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), el Colegio de Bachilleres (CB), el Instituto Mexicano de Comercio Exterior (IMCO), la Procuraduría Federal del Consumidor (Profeco), el Fondo Nacional para el Consumo de los Trabajadores (Fonacot), los puertos marítimos Madero y Lázaro Cárdenas en Chiapas y Michoacán, y el desarrollo del que hoy es uno de los principales destinos turísticos del mundo: Cancún.
Mención especial merece otra obra echeverrista: el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, cuya misión ha sido concisa, precisa y maciza: impulsar y fortalecer el desarrollo científico y la modernización tecnológica de México.
El breviario viene a cuento porque ahora se pretende renombrar el Conacyt como Consejo Nacional de Humanidades, Ciencias y Tecnologías, quizá por lo del “humanismo mexicano” con que quiere ser identificado el gobierno de la 4T.
Ojalá fuera solo cambio de nombre, pero lo que se busca, como ha pregonado la directora María Elena Álvarez Buylla, es “acabar con la ciencia neoliberal”.
A reserva de ocuparme después de la amenaza que se cierne sobre la comunidad científica y tecnológica, los estudiantes, los investigadores y el desarrollo nacional en esos temas, conviene detenerse en la obsesión cuatroteista por derruir instituciones, remendar e improvisar leyes y nombres, ahora también con la babosada de rebautizar la Plaza de la Constitución.
¿Habrá quien asocie el popular Zócalo con España y, más precisamente, con la ciudad de Cádiz?
¡Sí!: la senadora morenista Mónica Fernández Balboa.
Ella recuerda que el nombre completo de la Plaza de la Constitución es en honor a la Constitución de Cádiz de 1812, por lo que impulsa bautizarla como Plaza de la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos del 4 de octubre de 1824.
¡Vaya ridiculez!
La señora ignora que el cura Hidalgo se inspiró (al igual que otros libertadores en Latinoamérica) en la Constitución de Cádiz para iniciar la guerra de Independencia.
Con los colguijes y apellidos que se quiera, basta la frase Plaza de la Constitución para asumir que se trata de la vigente desde 1917.
La perspicaz legisladora, con la misma estulta lógica, debiera ser congruente y promover el cambio de nombre al virreinal y aristocrático Palacio Nacional por algo así como Caserón Republicano del Pueblo...