Si algo hemos aprendido de estar inmersos en una campaña electoral constante es que la política lo impregna todo: no hay nada que escape de las soflamas partidistas que los candidatos repiten como papagayos. Poco importa que existan ciertos asuntos de interés universal por los que una sociedad democrática sana debería remar en la misma dirección. Hemos elegido el conflicto. Todo es debate. Todo es ideología. “Todo es política”, dijo Thomas Mann.
¿Y la arquitectura? ¿Es política? ¿Tiene ideología? Los edificios se rigen por sus propias leyes disciplinares –la construcción, la función y la belleza, aunque este debate sí que es complicado–, no por estrategias ideológicas; no establecen marcos fiscales para la redistribución de la riqueza, no promulgan leyes para combatir el cambio climático, ni declaran la guerra a un país vecino. Son nuestros gobernantes los que toman esas decisiones. Aunque pueda parecer que la arquitectura está al servicio de un determinado régimen político, esto no convierte los edificios en objetos necesariamente politizados.
Por ejemplo, la arquitectura clásica de la Antigua Grecia ha servido de modelo tanto para edificios aspirantes a representar la soberanía popular (el Capitolio de Washington, el Palacio del Congreso en Madrid o el Palacio Borbón de París, sede de la Asamblea Nacional de Francia), como para el delirante proyecto que Adolf Hitler y Albert Speer idearon para la renovación de Berlín.
Algo similar sucede con la arquitectura brutalista de las décadas 1960 y 1970. En Estados Unidos es habitual encontrarla en edificios federales, mientras que al otro lado del antiguo Telón de Acero se despliega en un alucinante legado de monumentos y edificios públicos proyectados para glorificar la tutela soviética. En el Reino Unido el brutalismo encontró una vía de expresión en grandes conjuntos de vivienda social; en España, sin embargo, esta arquitectura fue la elegida por familias afortunadas que podían permitirse una vivienda en las Torres Blancas, de Francisco Javier Sáenz de Oíza, o un pisazo con vistas al Retiro en la Torre de Valencia, de Javier Carvajal.
¿A quién sirve, entonces, los frontones, las cúpulas, los frisos y las columnas clásicas? ¿A demócratas o a nazis? ¿Y el hormigón brutalista? ¿Al capitalismo o al comunismo? ¿A pobres o a ricos? Todos estos ejemplos parecen llevarnos a la misma respuesta: a ninguno.
Ahora bien: que a un edificio no se le pueda atribuir un significado ideológico no significa que el acto de proyectarlo no obedezca a una ética profesional que, en cierto modo, se parece bastante a la manera en que los gobiernos administran los asuntos públicos. Frank Lloyd Wright dirigía su estudio como una secta de adoración a su persona y con un régimen de trabajo en semiesclavitud que le permitió sacar adelante algunas de las más grandes creaciones de la arquitectura del siglo XX. Sin ese modelo siniestro, no existirían ni la Casa de la Cascada ni el Museo Guggenheim de Nueva York. Por supuesto, Wright no era el único, y en pleno siglo XXI, esta práctica sigue vigente. Los arquitectos y profesores José María Echarte y David García-Asenjo han reflexionado sobre cómo la dinámica de maestros y discípulos alimenta la inseguridad laboral en los estudios de arquitectura. La denuncia de los estudiantes y los arquitectos jóvenes es recurrente: horarios draconianos, sueldos exiguos, becarios sine die y disfraces de falsos autónomos.
Desde los primeros bocetos hasta el último detalle, pasando por la elección de los materiales o la gestión de una obra, el proceso de proyectar arquitectura obliga a tomar muchas decisiones con un impacto político y social incuestionable. Los estadios en los que se jugó el Mundial de Fútbol de Qatar 2022 venían avalados por algunos de los estudios de arquitectura más prestigiosos del mundo, como Zaha Hadid Architects o Foster + Partners, que contribuyeron al torneo con diseños espectaculares que reinterpretaban la tradición catarí en clave de vanguardia. Nadie sabe con exactitud cuántos trabajadores migrantes murieron durante su construcción –el emirato llegó a reconocer 400, mientras que The Guardian elevó la cifra hasta 6.500–, pero en este lado del mundo la condena fue unánime: hacer arquitectura en esas condiciones es intolerable. El debate sobre si un edificio puede ser bueno aun si sirve a fines malvados y sobre si los arquitectos deben expiar los pecados de sus clientes es un tema que permanece abierto.
Por supuesto, también existen gran número de estudios y asociaciones que entienden la arquitectura como un “arma cargada de futuro” –que diría Gabriel Celaya– y ejercen la profesión desde una militancia consciente y en positivo. A veces, incluso, ganan la batalla. Cuando en 2022 Francis Kéré fue galardonado con el prestigioso Premio Pritzker, muchos no entendieron que el considerado Premio Nobel de la arquitectura recayera sobre un arquitecto cuya obra se nutría fundamentalmente de discretos edificios comunitarios de tierra construidos en una aldea de su Burkina Faso natal. Ciertamente, su arquitectura no resulta tan espectacular como la del selecto club del star system internacional al que pertenecen Frank Gehry, Rem Koolhaas, Jean Nouvel o Herzog & de Meuron. Pero es que Kéré es un ejemplo de todo lo contrario. Su compromiso con el clima y el paisaje del lugar, con la tradición material y los costes de producción, con la sociedad a la que se destinan sus edificios y con los trabajadores que los construyen, es genuinamente revolucionario. Su manera de hacer arquitectura es un acto político.
Volvamos la vista a España. Basta ver cualquier medio de comunicación: la arquitectura y el urbanismo han irrumpido en el debate político actual como un elefante en una cacharrería. Hace poco asistimos atónitos a cómo la propuesta de rediseñar nuestras ciudades siguiendo la senda conceptual de lo que Carlos Moreno ha bautizado como la ciudad de los 15 minutos era recibida con hostilidad por una parte importante de la población que, en periodo electoral, se manifiesta especialmente irritable. La promoción de medidas destinadas a que los ciudadanos puedan desarrollar su rutina diaria personal, laboral y de ocio sin necesidad de transporte público o vehículo propio, se interpretó como un atentado a los derechos y libertades individuales. Contra todo pronóstico, la recuperación de la vida de los barrios tradicionales se había transformado en una solución totalitaria que haría palidecer al mismísimo Gran Hermano de 1984.
Sucede lo mismo con las propuestas de renaturalización de las ciudades. “El auge de investigaciones sobre los beneficios de la naturaleza sugiere que los espacios verdes urbanos no deberían considerarse un lujo opcional. Se trata de una parte fundamental del hábitat humano saludable y, por tanto, la exposición diaria resulta esencial”, afirma Charles Montgomery en Ciudad Feliz (Capitán Swing, 2023), un estimulante ensayo sobre cómo el diseño de las ciudades puede contribuir a nuestro bienestar no solo físico, sino también psicológico. “Si no la vemos o tocamos, la naturaleza no puede hacernos mucho bien”. Sin embargo, las campañas por las alcaldías en ciudades como Madrid o Barcelona han retorcido los argumentos hasta el punto de intentar convencer a los electores de que desear una ciudad más saludable no es ciencia, sino ideología. Y lo peor de todo es que lo están consiguiendo. El cruce de acusaciones entre negacionistas e histéricos climáticos (por utilizar sus mismos términos) ha degradado la calidad del debate a niveles subterráneos, y ahora una parte de la ciudadanía no parece querer asumir cambios en el urbanismo o la arquitectura que atañen a la salud solo porque vienen de un determinado espectro político.
Reducir el consumo de alcohol y de carne –y terminar con su producción industrial, mala para los animales y para los humanos–, atacar el tabaquismo o fomentar la práctica del deporte, deberían entenderse como medidas destinadas a mejorar la salud y la vida de las personas sin ningún tipo de envés partidista. Y lo mismo debería de suceder con la intención de vivir en ciudades más saludables. Desafortunadamente, los políticos más incapaces son perfectamente capaces de enfangarlo todo. Lo vemos a todas horas con las supermanzanas que Ada Colau ha impulsado en Barcelona. El modelo puede ser discutible en algunas cuestiones técnicas –tal como se afanan en subrayar sus rivales políticos y mediáticos–, pero lo que no admite discusión es que es una propuesta que hace frente a los devastadores efectos que el cambio climático tiene en las grandes metrópolis. Plantar más árboles en calles, plazas y jardines, dotarlos de suelos permeables capaces de retener el agua de lluvia, devolver el espacio público a los peatones y a las bicicletas, y quitárselo a los vehículos privados motorizados, no debería considerarse un acto político de valentía, sino de estricto sentido común.
Si existen otras propuestas mejores –y no nos referimos a poner macetas en los balcones–, los ciudadanos queremos escucharlas. Y votarlas, claro. Porque al final, por mucho que nos duela, parece que, en efecto, todo es política.