Más de 8.000 personas han “desaparecido” en Jalisco durante el presente sexenio, bajo las miradas impávidas de las administraciones estatal y federal. Entrecomillo la palabra “desaparecido” porque no deja de ser una metáfora de algo que no se trata de una vaporización inexplicable, como las que presentan en los circos los ilusionistas. Es solo la palabra con la que se describe una tragedia sin solución de continuidad inmediata: una ausencia involuntaria, un secuestro, por lo general, que en un alto porcentaje de las ocasiones termina en un asesinato. O en una “ejecución extrajudicial”, si se quiere recurrir a esa misma jerga oficial que trata de peinar un poco lo indecente.
Eso lo saben bien los familiares de las personas que “desaparecen”, quienes desde hace años se han organizado en brigadas, a lo largo de numerosas geografías del país, para ser ellos quienes busquen el paradero de los restos de sus seres queridos, porque las autoridades no suelen mover un dedo en esa dirección. Madres (muchísimas), hermanas, hijos, padres desesperados, algunos de los cuales también han terminado por esfumarse del mapa o ser víctimas de agresiones o hasta de ser muertos ellos mismos en sus empeños.
La semana pasada se sumaron a esta cifra terrible de ausencias siete jóvenes trabajadores de dos call centers tapatíos, operados por empresas presuntamente ligadas al crimen organizado. Jóvenes bilingües que promovían tiempos compartidos de playa entre residentes y visitantes extranjeros. Sus retratos y nombres recorrieron profusamente las redes, primero de modo individual y, después, en mensajes que los reunían a todos. Igual que sucede, con demasiada frecuencia, en todo México, hacia cualquier punto cardinal. Los gobiernos no lo quieren ver así, porque saben que no les conviene, pero este es el país del “comparte esta foto de mi familiar o amigo desaparecido para que yo lo haga por el tuyo un día”.
Las autoridades suelen recurrir, ante las oleadas de “desapariciones”, a una sarta ritual de excusas. Como sostener que quienes faltan lo hacen por propia voluntad, movidos por porqués personales o sentimentales. Lo cual explica, en realidad, solo un porcentaje minoritario de los casos, y muy pocos de lo que se prolongan de manera indefinida. Digámoslo crudamente: las muy mencionadas “muchachas que se escapan con el novio” y no vuelen a dar rastros de vida nunca más, o los tipos que deciden dejarlo todo e irse a otra parte sin avisar a nadie no son quienes llenan los padrones de personas “desaparecidas” en México. Esas listas horribles están formadas por niñas que salieron a la escuela y ya no regresaron, por jóvenes a los que fueron a sacar de su trabajo o casa, por gente a la que se vio camino a alguna parte y ya no se vio más.
Y cuando se ven orillados a aceptar que detrás de las “desapariciones” está la mano de la delincuencia, los poderes institucionales, Enrique Alfaro y Andrés Manuel López Obrador, que en otros temas gustan de levantar la voz, prefieren sacarse el bulto de encima diciendo que “todo es entre ellos”, es decir, que quienes desaparecen están metidos en tramas criminales. El no menos ritual “algo habrán hecho para que les pasara eso”. Lo cual, por primero de cuentas, tampoco explica un altísimo porcentaje de los casos. Y que muestra, en cualquier circunstancia, que el Estado mexicano, tanto a nivel estatal como federal, hace mucho que tiró la toalla y acepta tácitamente que nuestras leyes están por debajo de las necesidades del crimen. Si la “desaparición” de siete jóvenes no moviliza un milímetro las manos del Estado, es que nuestros poderes solo sirven para algo: para subirse al ring electoral y repartirse los pasteles presupuestarios. Mientras, las luces en la tribuna se apagan y se apagan.