El nuevo maximato
La sucesión presidencial en curso tiene una reverberación con dos sucesiones el siglo pasado. Una es la de Lázaro Cárdenas, que optó por Manuel Ávila Camacho, y la otra es la de Miguel de la Madrid, que se inclinó por Carlos Salinas. La primera ha sido utilizada por el presidente Andrés Manuel López Obrador para asegurar que él no seguiría el ejemplo de Cárdenas de haber escogido a un sucesor moderado en lugar de optar por Francisco Múgica, uno de los ideólogos de la Constitución de 1917, que pudo haber consolidado el proyecto de nación que trazó. La segunda no ha sido motivo de atención de López Obrador, pero refleja lo que tanto critica de Cárdenas y su deseo explícito: heredar el poder a quien esté más comprometido ideológicamente con el proyecto de la cuatroté.
El análisis de esas dos sucesiones presidenciales muestra las fortalezas y debilidades de la variable ideológica. López Obrador no desea a la corcholata moderada, que se proyecta en Marcelo Ebrard, quien propone continuidad con cambio, sino a la radical del grupo, Claudia Sheinbaum, que ofrece continuidad al proyecto. El primero sugiere matices y ajustes; la segunda, una línea a la cual no le cambiará ni una coma. La dependencia absoluta de Sheinbaum de López Obrador la hace una figura confiable para los objetivos del Presidente, mientras que la autonomía que ha mostrado Ebrard a lo largo de su relación con él, ha hecho que su familia y su núcleo duro lo vean como un traidor que hará lo mismo si llega a Palacio Nacional.
López Obrador, sin embargo, es un pragmático. Lo ha demostrado con el método que diseñó para la contienda por la candidatura presidencial de Morena, donde incluyó un punto fundamental, que quien aspirara a ella, tenía que renunciar. Eso es lo que Ebrard pedía desde diciembre, y a lo que Sheinbaum se negaba, molestándose incluso de que fuera un punto de los resolutivos del Consejo Nacional de Morena este domingo, que la obligó a retirarse del cargo este lunes. Dejarla sin su cobijo durante casi dos meses y medio, en igualdad de condiciones, por lo menos en la formalidad hasta ahora, la hace una ficha vulnerable y desechable. ¿Cambió López Obrador de opinión sobre su delfín?
La velocidad como han cambiado las cosas en el proceso de sucesión desde que se recuperó del covid-19 y de la afección cardiaca que le provocó en la última semana de abril, no permite ver con certeza cómo está pensando su relevo. Primero adelantó el proceso para tener, casi dos meses antes de lo esperado, a quien lo sucederá. Después pareció ceder ante las exigencias de Ebrard, aunque diseñó un proceso bien blindado: no habrá debates, ni confrontaciones, campañas de contraste o descalificaciones, porque no quiere división en Morena ni que tampoco queden exhibidos o exhibida quienes menos recursos dialécticos y políticos tengan para la discusión directa. En este cordón sanitario electoral, la más beneficiada es Sheinbaum.
Las elecciones para gobernadora en el Estado de México también le mostraron que su carisma y la operación territorial de Morena tienen límites. Aunque le dio felicidad que ganara Delfina Gómez, López Obrador esperaba una victoria de dos dígitos, alrededor de 20 por ciento. La victoria fue por 8.3%, que para los miles de millones de pesos que se invirtieron en la campaña de Gómez y la operación de al menos ocho gobernadores morenistas, la ventaja fue más bien decepcionante. El triunfo de Gómez puede acreditarse más a la debilidad en el voto del PAN y el PRD, que se quedaron cortos en sus compromisos en la alianza Va por México, que a la máquina electoral de Morena. El triunfo en el Estado de México, sin regatear lo simbólico que es, dejó más dudas que certidumbres sobre la capacidad del partido.
¿Pudo titubear el Presidente sobre Sheinbaum? Poner a Ebrard a jugar sobre un terreno más parejo, como pedía, ¿podría ser que no se meterá al proceso por la candidatura, como asegura López Obrador, y que la decisión la tomará la encuesta que se hará para definir candidato? Todo es posible porque el Presidente ha ido manipulando el proceso a su gusto y necesidad, y estableciendo controles para sus propósitos transexenales.
Además de los tiempos y el método para definir la candidatura, fue López Obrador quien escogió qué corcholatas iba a destapar, cómo tenían que resolver sus diferencias, cuáles serían los temas de la campaña presidencial y establecer el programa de gobierno para la próxima administración. Es decir, a quien logre la candidatura, ya sabe lo que espera López Obrador de su comportamiento, sus compromisos y su ejecución.
La analogía de lo realizado por López Obrador antes de saber quién se queda con la candidatura, no tiene que ver con Cárdenas o De la Madrid. Lo que ya hizo, tratando de amarrar las manos a quien obtenga la candidatura, es lo que forzó Plutarco Elías Calles en el llamado maximato, que corrió de 1928 a 1934, cuando Emilio Portes Gil asumió el interinato en la Presidencia tras el asesinato de Álvaro Obregón, la corta gestión de Pascual Ortiz Rubio, que renunció ante las presiones sociales, y el relevo, Abelardo L. Rodríguez.
Calles fue quien gobernó en ese periodo, y fue considerado como “el hombre fuerte” de los últimos gobiernos caudillistas, por su liderazgo carismático e impositivo, que adquirió mayor notoriedad durante el periodo de Ortiz Rubio, al que la prensa llamaba “el nopalito”, jugando con la textura babosa de la planta y con la percepción que se tenía de él como títere de Calles. Actualmente, Sheinbaum parece emular a Ortiz Rubio en las percepciones de políticos y medios, pero aun si Ebrard resultara ungido, tendría los mismos acotamientos tejidos por López Obrador.
Cárdenas rompió con el maximato cuando una madrugada el Ejército lo sacó en piyama de su casa y lo mandó al exilio en Estados Unidos. Calles no tenía, sin embargo, el arma transexenal que fabricó López Obrador: la revocación de mandato, la espada de Damocles sobre las corcholatas.