En el segundo envión de un nuevo fiscal para investigar el crimen, se mantienen las mismas deficiencias, la falta de pruebas y la reiteración de que todo el caso se sustente en imputaciones sin evidencias o declaraciones de oídas de testigos protegidos, que eran jefes y sicarios de la organización criminal Guerreros Unidos. Una vez más, el presidente López Obrador autorizó a Encinas utilizar criminales para imputar militares.
La orden de aprehensión que la juez Raquel Ivette Duarte Cedillo le obsequió a la Fiscalía General la semana pasada, únicamente agrega ampliaciones de las declaraciones de varios testigos protegidos. Gildardo López Astudillo, el Gil, identificado como Juan en el expediente, continúa siendo el testigo estelar de las autoridades, y fue quien declaró que los militares daban protección a Guerreros Unidos a cambio de sobornos. El Gil, identificado plenamente como uno de quienes ordenaron asesinar a los normalistas, obtuvo su libertad a cambio de imputar a los militares.
Las nuevas acusaciones no resuelven las contradicciones y las ineficiencias de la primera imputación contra los militares, donde incurrieron por igual el exprocurador Jesús Murillo Karam y el investigador en jefe del crimen, Tomás Zerón, y el equipo designado por el presidente Andrés Manuel López Obrador para encontrar a los normalistas y resolver el crimen, como prometió en su campaña, que encabeza el subsecretario de Gobernación para Derechos Humanos, Alejandro Encinas.
Lo que más llama la atención es la grave inconsistencia de Encinas, que utilizó chats de WhatsApp para acusar, justificar y meter a la cárcel a los altos mandos de los batallones de Infantería 27 y 41 en Guerrero, mientras que Juan, según la declaración incluida en el pliego para solicitar la orden de aprehensión, señala que el sistema de comunicación que utilizaba Guerreros Unidos era mediante BlackBerry, no WhatsApp.
Las mismas omisiones que tuvo Murillo Karam las tiene ahora Encinas. Una de las más graves probablemente sea que José Luis Abarca, que era el alcalde de Iguala en ese tiempo, no haya sido acusado por el crimen de los normalistas, como sucedió durante el gobierno de Enrique Peña Nieto, o haya recuperado su libertad en el gobierno de López Obrador, porque los ministerios públicos federales no utilizaron como prueba superviniente dos declaraciones de funcionarios municipales –contenida en el voluminoso expediente del caso Ayotzinapa–, que dijeron haber escuchado a Felipe Flores Velázquez, que era director de la Policía Municipal en Iguala, señalar que A1, el nombre clave de Abarca, había ordenado dar un “escarmiento” a los normalistas.
Esta instrucción se dio antes de las siete de la noche, cuando le reportaron a Abarca que varias decenas de normalistas se dirigían al centro de Iguala donde su esposa, María de los Ángeles Pineda Villa, iba a dar su informe de labores. Un año antes, los normalistas tomaron el palacio municipal y lo habían quemado. No se sabe, porque nunca se lo preguntaron, si ese antecedente fue su motivación para alertar a la policía e impedir que llegaran a boicotear el evento, y aunque Abarca siempre negó su participación en el crimen, la instrucción que dio a través de Flores Velázquez, que se encuentra preso desde 2016, habría permitido que no se le exonerara de ese crimen, por su probable responsabilidad como autor intelectual de la desaparición de los normalistas.
La investigación del equipo de Encinas, que es un abierto enemigo histórico del Ejército, no incluyó un elemento importante, que ayudaría a dar más luz al caso, y que a la vez subraya las contradicciones que sobre su trabajo existen en el mismo gobierno de López Obrador. Se trata de varios exmilitares que, previo a la desaparición de los normalistas, habían asumido posiciones de mando en las policías municipales en la región norte y en Tierra Caliente –que se ha probado estaban al servicio de Guerreros Unidos–, y que habían causado baja del Ejército por sus presuntos vínculos con el crimen organizado.
La trayectoria sospechosa de los exmilitares era del conocimiento de la mesa de seguridad de Guerrero, que se reunía cada semana y en donde, presidida por el Cisen, participaban funcionarios federales y estatales, incluidos los ahora secretarios de la Marina, el almirante José Rafael Ojeda, y de Seguridad Pública de la Ciudad de México, Omar García Harfuch. La prensa solicitó en el sexenio de Peña Nieto las minutas de esas reuniones, pero el Cisen dijo que no existían. Encinas solicitó las minutas al Centro Nacional de Inteligencia, que sustituyó al Cisen y encabeza el general Audomaro Martínez, y le respondieron lo mismo.
El trabajo de Encinas no toca a los exmilitares y se concentra en los 16 mandos y soldados perseguidos. Tampoco explora la probable confrontación dentro de Guerreros Unidos entre dos de sus células, la encabezada por el Gil, y la que jefatureaba Eduardo Joaquín Jaimes, el Choky, otro de quienes ordenaron asesinar a lor normalistas, y ejecutado en 2016, que es algo que se desprende de las declaraciones de los criminales, y que sugiere que por años los criminales han jugado y manipulado a las autoridades.
La investigación del caso Ayotzinapa sigue sin dar resultados creíbles, por tantas contradicciones, deficiencias y omisiones, y la insistencia de culpar sin pruebas a los militares de la desaparición de los normalistas, que es el objetivo prioritario de Encinas, que no va a resolver el crimen, pero sigue enturbiando el caso todavía más y tiene en su horizonte su probable colapso, de la misma forma o peor, de lo que sucedió con el gobierno de Peña Nieto.