La toma durante unas horas de la capital de Guerrero por parte de dos mil vecinos movilizados de los pueblos por el cártel de Los Ardillos, según las propias autoridades, es un signo más de que la relación entre la sociedad mexicana y el crimen organizado ha entrado en un nuevo estadio. No se trata de una mera intensificación de la presencia de “los malosos” en la vida pública, sino de cambios cualitativos que dan lugar a otros procesos cuyos alcances anticipan escenarios distópicos.
La primera etapa, hace medio siglo, estaba centrada en un mero trasiego; cultivo de mariguana en lugares aislados del norte del país y su traslado a Estados Unidos. Suficiente para dar lugar a los cárteles históricos de Sinaloa, Tijuana y el Golfo a lo largo de los años setenta y ochenta del siglo pasado. Sangrientos como eran, sus métodos y sus personajes hoy forman parte de una historia poco menos que anecdótica.
La segunda era se originó por el cambio del trasiego al control del consumo en distintas plazas mexicanas. Inicialmente surgió del bloqueo aéreo y marítimo por parte del gobierno estadunidense a la cocaína colombiana que circulaba a través del mar del Caribe y el Golfo de México, con la consiguiente apertura del contrabando a través del territorio mexicano. Los recursos de nuestros cárteles crecieron exponencialmente y con ellos su capacidad para corromper a las autoridades a una escala inédita. Pero quizá el mayor impacto provino del pago en especie de los cárteles colombianos a los mexicanos, que comenzaron a procurar los mercados de consumo en nuestro propio territorio. Si los criminales ya emprendían batallas fratricidas por las rutas de contrabando o por rencillas en sucesiones y liderazgos, la lucha por el control de las plazas derivó en batallas campales, que aún continúan, y dio lugar al empoderamiento de las fracciones más salvajes dentro de los propios cárteles. Pero, sobre todo y ese es el cambio drástico, llevó a la necesidad del control territorial. Vender droga afuera de una preparatoria requiere subordinar a la policía que patrulla la zona y a los inspectores locales. Una vez que se controla eso no hay razón para no extorsionar a los vendedores de jícamas de la banqueta o la tienda de la esquina. Y como cualquier otro negocio, los negocios ilícitos buscan expandirse de manera incesante; la misma lógica de la escuela se extendió a los tianguis, al comercio informal y luego al formal, a la piratería, al robo en carreteras y de autos, al secuestro, a la tala clandestina, al huachicol.
Como todos sabemos, el gobierno de Calderón y los siguientes atacaron desde arriba y con golpes efectistas a un fenómeno que en realidad operaba imparable a nivel de piso. El descabezamiento de algunos grupos criminales simplemente dio lugar a una fragmentación de las bandas y al predominio de los más salvajes. Poco o nada se hizo para intentar detener la descomposición del tejido social que tenía lugar en nuestros barrios y poblados o para fortalecer a las autoridades locales que constituían la primera línea de contacto con esa descomposición. La centralización de la estrategia simplemente debilitó las bases del Estado mexicano en materia de seguridad y facilitó su penetración por parte de la delincuencia “a nivel de cancha”.
El incremento en la escala de la actividad criminal, tanto en intensidad como en diversidad, produjo un efecto acumulativo que derivó en una tercera etapa: la necesidad del control absoluto y, por ende, político en muchos territorios. Primero lo vimos con la neutralización de presidentes municipales de pequeños poblados, a través de la amenaza o la compra, y luego con la intervención directa en los procesos electorales. En algunas entidades del norte y centro del país, se tiene la impresión que desde hace rato los gobernadores hacen pactos implícitos o explícitos con el cártel dominante de la región para no meterse en problemas. Difícil juzgarlos cuando en realidad carecen de los recursos para enfrentarlos.
Pero me parece que ahora estamos viviendo una especie de cuarta transformación, por la presencia de dos nuevos rasgos: un énfasis geográfico adicional al extenderse al sureste atrasado, y una modalidad política que no habíamos visto al vincularse a movimientos sociales de carácter tradicional. Por lo que toca al primero, la omnipresencia de cárteles y bandas en Chiapas, Guerrero, Puebla o Michoacán, particularmente en las zonas campesinas, antes ignoradas por el narco salvo en las montañas propicias para el cultivo de amapola y mariguana.
Los cárteles siempre han buscado una especie de legitimación social en su entorno, por razones que tienen que ver tanto con la vanidad como con la búsqueda de seguridad adicional. Pero por lo general se trataba de objetivos secundarios. Lo que estamos viendo ahora en el sureste parecería ser mucho más simbiótico. Poblaciones en las que buena parte de sus integrantes asumen que su supervivencia deriva de las derramas directamente vinculadas a las actividades de las bandas. Seguramente una mezcla de temor, de conveniencia y de ausencia de oportunidades. La multiplicación de actividades por parte del crimen requiere de operadores, suministros, vigilantes, mensajeros, vendedores y gatilleros. Con el paso del tiempo unos y otros se han mimetizado con la población en algunas zonas. Los cuadros que las dirigen son locales aunque en sociedad con bandas suprarregionales. Es decir, no es que dos mil personas fueron manipuladas u obligadas para protestar en Chilpancingo; en realidad salieron en defensa de un estado de cosas con las que están de acuerdo y que sienten amenazadas. Para ellos el Estado mexicano es una entidad foránea, heterogénea e inconsistente a lo largo del tiempo; su realidad es un orden local presidido por los hombres fuertes de la región, autoridades locales sometidas y un precario equilibrio económico que depende de las actividades subordinadas a las bandas.
No será fácil desbrozar ese amasijo. Hasta ahora las estrategias seguidas por los gobiernos del centro han fallado independientemente del partido del que se trate. López Obrador ha intentado un cambio de paradigma con las fuerzas federales, aunque queda claro que su gobierno ha hecho muy poco para abordar el otro aspecto de la pinza: la autoridad local. Ambos aspectos merecerían un análisis en la siguiente entrega. Por ahora simplemente no debemos perder de vista que estamos al inicio de una vuelta de tuerca en la compleja penetración del crimen en el tejido social de amplias regiones del país.