Errores y fallas
Don Alfayate le confió a su amigo: "Estoy preocupado. Sorprendí a mi hijo haciendo el amor con mi mejor modelo". Razonó el amigo: "Tu muchacho tiene 20 años. Eso es algo muy propio de su edad". Precisó don Alfayate: "Fabrico ropa de hombre"... Después de la batalla el soldado Babalucas informó lleno de orgullo a su sargento: "Hice un prisionero". Preguntó el sargento: "¿Dónde está?" Respondió Babalucas: "No quiso venir"... La tortuga macho le dijo a la hembra: "¿En tu concha o en la mía?"... También yo pediría la renuncia de Peña Nieto si no pensara que eso le acarrearía a México más mal que bien. Ciertamente cada día se vuelve más difícil soportar tantos errores, tantas fallas. Pero no falta mucho ya para el 2018. Entonces mostraremos con nuestro voto el repudio a un régimen cuyas torpezas, omisiones, ineptitudes e ilegalidades están haciendo tanto daño a la Nación... Himenia Camafría, madura señorita soltera, invitó a don Calendárico, senescente caballero, a su casa. Le ofreció una merienda que consistía -dijo ella- en "una tacita de té y unas pastitas". El té era de zacate de limón, y las pastitas eran galletas marías. Sé que es de mala educación hablar de la edad de las personas. A la maestra Mariquita, profesora del jardín de niños en la entrañable Villa de Arteaga -ahora Pueblo Mágico-, cercana a mi ciudad, Saltillo, le preguntaban: "¿Qué edad tiene, Mariquita?" Respondía ella: "Si te lo digo ¿te saco de algún apuro?" "N-no" -se desconcertaba el preguntón (o preguntona). "Pues entonces no te lo digo" -terminaba ella, terminante. Pero advierto que me aparto del relato. Vuelvo a él. La señorita Himenia rondaba la cincuentena -tenía varios años rondándola-, en tanto que don Calendárico era septuagenario, aunque se adivinaba que tenía aún pedacitos aprovechables. La prueba -aquí entre nos, sin que se entere la señorita Himenia- es que las beneméritas pastillas que la farmacopea moderna ha puesto a disposición de los varones lo ponían en aptitud de visitar todos los jueves a cierta señora que lo recibía con hospitalidad a cambio de un modesto obsequio pecuniario que le dejaba discretamente en su bolso antes de despedirse de ella. El trato entre la señorita Himenia y don Calendárico, si bien puramente amistoso, no dejaba de tener cierto matiz de flirteo que ambos disfrutaban. En aquella ocasión conversaron acerca de temas que les eran familiares: las canciones del maestro Esparza Oteo; las películas de Pola Negri; la inmoralidad de las costumbres de hoy. Don Calendárico rememoró, nostálgico, sus días primaverales, y evocó aquello de: "Juventud, divino tesoro...", de Rubén. Así dijo: "de Rubén". Ella correspondió a esa cita literaria con un suspiro igualmente literario. Cayó la tarde, y su caída hizo que se convirtiera en noche. La señorita Himenia encendió el velador de la sala, con lo cual el aposento quedó en una incitante penumbra. Le dijo a don Calendárico: "Espero, amigo mío, que no se valdrá usted de esta sugestiva semioscuridad; del hálito amoroso que los efluvios del verano ponen en las almas y los cuerpos -sobre todo en los cuerpos-; de mi condición de mujer débil y de mi soledad para aprovecharse de mí". "¡Señorita! -se ofendió don Calendárico-. Recuerde usted que soy un caballero, socio tanto del Apostolado Apostólico como de la Cámara de Comercio, y además portaestandarte de la Confraternidad Fraterna. Para intentar una acción tan torpe y ruin como la que usted sugiere necesitaría yo estar ebrio". "Entonces permítame un momentito por favor -pidió la señorita Himenia-. Voy a traer la botella"... FIN.