Al adentrarse en la carretera P2009 que une Marraquech con el pueblo de Adassil (Chichaua), uno tiene la sensación de no dirigirse a ninguna parte. A los 50 kilómetros de trayecto, los vehículos policiales y las ambulancias —que trabajan tras el terremoto de magnitud 6,8 que el viernes por la noche sacudió Marruecos y ha causado más de 2.100 muertos y 2.400 heridos—, los coches y las motos comienzan a desaparecer. Y no es de extrañar. Esta ruta serpenteante atraviesa dos puertos de más de 2.000 metros de altitud en los que es obligado reducir para evitar las enormes rocas que salpican todo el recorrido y que todavía nadie ha apartado de la calzada. El descenso cae sobre montañas peladas, desérticas, solo salpicadas por pequeños valles en los que brilla el verdor de los olivos. Es allí, en esos oasis, donde se refugian los pueblos. Es allí donde está Tagadirt.
Las dos últimas curvas antes de llegar a esta aldea de 300 habitantes permiten ver desde arriba la magnitud de la catástrofe. Solo la mezquita —cuyo minarete resiste pese a la grieta que lo parte por la mitad— y menos de una decena de casas han conseguido mantenerse en pie. El resto es un amasijo de rocas y cemento en el que los vecinos buscan desesperadamente sus enseres. Un señor con una azada intenta desenterrar el trozo de plástico al que ha quedado reducido su televisor como si fuera a volver a funcionar. Las mujeres acumulan sobre las piedras las ollas, cuchillos y teteras que van apareciendo. En medio de todo, una señora de unos 50 años llora junto a uno de sus muebles. Es lo único que le queda a Fadela Mhamd. Su suegro y sus dos hijos fallecieron bajo las piedras que está pisando.
A medida que aumenta la distancia con Marraquech, los medios de rescate, sanitarios y de abastecimiento de la población se reducen considerablemente. Por Tagadirt todavía no ha pasado nadie. Los 17 muertos que se han registrado aquí los han desenterrado los propios vecinos. A diferencia de otras localidades más cercanas a la ciudad, nadie ha traído agua y comida. Solo ha llegado una caja de botellas de zumo de manzana y una cincuentena de mantas con las que, por la noche, se resguardan del frío. Unos dicen que fueron los familiares de un vecino que residen en Casablanca los que lo trajeron. Otros, que una asociación. “Lo que necesitamos es agua y comida, y nadie hasta el momento nos las ha dado”, dice un hombre mientras se acerca a una higuera. “Solo tenemos esto, que es bendición de Dios”, dice ofreciendo uno de sus frutos.
“¡Lo he perdido todo, no me queda nada! ¡Todo lo que tenía!”, grita entre sollozos Mhamd mientras se lleva los brazos a la cabeza. Su hijo Mohamed, entre lágrimas, imita los gestos desesperados de la madre. “¡Todo lo que teníamos ha quedado sepultado aquí!”, exclama señalando a los escombros. “No nos queda nada. No tenemos ni donde dormir y la noche es todo frío. No tenemos donde ir. ¡Nosotros! ¡No tenemos donde ir!”, insiste con la rabia que solo genera el dolor. Sus vecinos los consuelan con plegarias, besos en la frente y abrazos. “Esto es una tremenda desgracia. En unas semanas empezará a llover y después a nevar. ¿Dónde nos vamos a meter?”, afirma uno de ellos. Tagadirt se encuentra a más de 1.300 metros de altitud.
Los pocos inmuebles que quedan de pie están repletos de cascotes que los hacen inhabitables. Los hombres, mujeres y niños que todavía quedan aquí no duermen en ellos, sino que los emplean para almacenar las pertenencias que logran recuperar. Sus dueños se empeñan en mostrarlos con una mezcla de indignación y frustración, pero también con una necesidad de demostrar su sufrimiento. Contárselo a alguien parece terapéutico.
La mezquita está de pie, pero a su lado, el imán muestra los destrozos de su casa mientras saca de ella lo que le queda. Un vecino advierte de no pisar el tendido eléctrico que ha caído sobre las ruinas, mientras otro, entre risas, lo agarra: “¡Pero si no hay electricidad!”. De un agujero entre los edificios derrumbados salen los rebuznos de un asno que ha quedado atrapado y al que un niño trata de ayudar acercándole un ramillete de forraje.
Unos kilómetros más adelante se instala un equipo del Servicio de Asistencia Médica Urgente (SAMU) de Sevilla, que acaba de llegar al lugar. En un recodo de la carretera montan una carpa junto a las dos UCIs móviles que han conseguido traer hasta aquí desde la capital andaluza. Sus integrantes, que ya estuvieron en el terremoto de Turquía y Siria del pasado febrero, han venido con dos equipos caninos para buscar a posibles supervivientes. Pero su primer paciente no tiene nada que ver con el seísmo. Un niño ha tenido una crisis epiléptica y lo tienen que trasladar.
En el pueblo de Taurir las bolsas de comida llegan a última hora de la tarde. Cada familia de este pueblo de unos 500 habitantes espera pacientemente a recoger sus raciones que han enviado varias ONG. Mientras, los niños corretean y juegan al fútbol con un balón improvisado de papel. De nuevo, los habitantes enseñan los desperfectos de sus viviendas; otro pueblo que dormirá en tiendas improvisadas con sacos de pienso. Pero aquí, ha habido suerte y la muerte ha pasado de largo.
Adasil, final de ruta. En este pueblo de 8.000 habitantes, ahora prácticamente desértico y con todos los comercios cerrados, los vehículos de la gendarmería y los militares reaparecen. Alguna ambulancia intenta abrirse paso entre las rocas desprendidas camino de la siguiente urgencia. Observando el trabajo de los rescatadores, surge la pregunta. ¿Cuántas aldeas más como Tagadirt permanecerán olvidadas ahora mismo en Marruecos?