La historia de María Arreola no empieza en Canutillo pero termina ahí. María tuvo un hijo con Villa, llamado Miguel, y vivía con él, en un rancho llamado El Barranco del municipio de El Oro, dentro de Canutillo.
Villa había insistido con María en que quería llevarse a Miguel a vivir con él a la casa grande de la hacienda, como se había llevado a otros de sus hijos y a tres de sus esposas.
Pero María Arriola no quería entregárselo, de modo que un día Villa fue a buscarlo. Junto con un su lugarteniente, Ramón Contreras, Villa subió a María Arreola a un coche y la llevó hacia los peñascos de unas alturas llamadas Las Nieves, fuera de Canutillo, pues no quería más líos en su fortaleza, la mató a su no infrecuente modo, quemándola con petróleo, y dejó su cadáver en una de las cuevas de aquellas peñas, frente al rancho El Cristo.
Al día siguiente, Villa se presentó en Canutillo llevando a su hijo Miguel de la mano y se lo encargó en crianza a Soledad Seáñez, quien refirió todo esto en el año de 1924, durante el juicio que abrió contra Luz Corral para disputarle la titularidad de la viudez de Villa.
En ese mismo juicio, Soledad Seáñez dijo que Villa le había ordenado cuidar a Miguel y le había prohibido investigar quién era su madre. No faltó en la hacienda, sin embargo, quien contara con lujo de señales quién era la madre del niño y cómo le habían quitado la vida.
Durante el mismo juicio, Soledad Seáñez describió las condiciones que imperaban en la fortaleza de Canutillo, donde su marido, ahora muerto, “siguió imponiendo su voluntad sobre personas y haciendas”.
No “se dedicó a vivir dentro de la ley, sino que siguió siendo el terror de los moradores de la región, disponiendo a su capricho de vidas y haciendas”.
“El terror que inspiraba”, concluyó Soledad Seáñez, “no era cosa ignorada”.
(Reidezel Mendoza, Crímenes de Francisco Villa: Testimonios,
p. 428).