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POLÍTICA ZOOM

Historia de una pareja dentro de un huracán

 

Desde el piso 19 descendieron al 10, donde los otros huéspedes les impidieron avanzar y la escena se volvió de horror al quedarse a oscuras; Christopher suplicó a Vianney pasar por encima: “prefiero estar donde puedan encontrar mi cuerpo”

Vianney y Christopher recibieron el primer mensaje como a las diez de la noche. Los papás de ella recién se habían enterado de que un huracán categoría cinco estaba a punto de entrar al puerto de Acapulco. El segundo mensaje entró al teléfono de él. Ambos intentaron guardar la calma. Estaban alojados en el piso diecinueve del hotel Calinda Beach y frente a ellos había un hermoso ventanal desde dónde se apreciaban las luces de la bahía.

Estaba lloviendo, pero la cantidad de agua no era abundante. Christopher y Vianney decidieron controlar el miedo viendo algún programa bobo en la televisión. Lograron distraerse hasta que la luz del cuarto comenzó a parpadear y la señal del monitor se volvió intermitente. Se abrazaron y optaron por refugiarse en el sueño, pero el viento se volvió cada vez más impertinente. Golpeaba las ventanas y las hacía temblar de una manera indescriptible. Ella dice que el cambio fue abrupto. De pronto rugió temible la noche. Christopher corrió para mirar lo que estaba pasando. Afuera, aún alumbraban los hoteles. El mar, en cambio, se había convertido en un hoyo negro.

Decidieron vestirse, hicieron maletas y se asomaron al pasillo. Igual que esta pareja, el resto de los huéspedes del Calinda Beach corría de un lado a otro. Volvió a interrumpirse la energía eléctrica y entonces se dirigieron hacia las escaleras de emergencia. Atrás dejaron el equipaje, suponiendo que regresarían más tarde por sus cosas.

Desde el piso diecinueve descendieron hasta el nivel diez. Luego la gente les impidió avanzar. Decenas de personas se habían sentado en las escaleras porque decían que era más seguro guarecerse ahí. La escena se volvió de horror cuando se quedaron a oscuras. Christopher suplicó a Vianney que intentaran pasar por encima de aquellos huéspedes. “Yo prefiero estar donde puedan encontrar mi cuerpo,” dijo con frialdad.

Vianney no perdió nunca la calma. Con lámparas de celular siguieron descendiendo aquella construcción en forma de cilindro en cuyo centro se hallaban las escaleras de emergencia. Al llegar al piso cuatro se encontraron con el numeroso grupo de adultos mayores que habían conocido durante el desayuno del día anterior. Eran más de cien y la mayoría se habían estacionado entre ese nivel y el piso dos.

Cuenta Vianney que las mujeres de aquel contingente se pusieron a rezar el Padre Nuestro. “Ya valí”, pensó en ese momento y aprovechó para enviar un último mensaje a sus padres: “oren por nosotros”. Minutos después, la señal de su celular se extravió.

El día anterior había cumplido 27 años y por eso habían viajado a la playa. El lunes fue un día perfecto y el martes llovió poco. Aquella misma tarde Vianney y Christopher habían metido los pies al agua tibia del mar.

Estaban celebrando su última noche cuando el papá de Vianney envió el mensaje fatal. Desde entonces había transcurrido un tiempo incalculable. El mundo de seres humanos que les rodeaba estaba paralizado. Se movía poco, decía casi nada, apenas si respiraba. Era como si la quietud fuese el mejor tributo para calmar la furia del viento. No sabían que lo peor estaba por venir. De golpe aquel cilindro de hormigón y cristal dio un brinco. Trepidó igual que el cuerpo de Vianney cuando se enteró del huracán. Luego, escucharon el viento más próximo que nunca. Era obvio que aquella fuerza descomunal había roto las ventanas, se había apropiado de los pasillos y ahora estaba buscando cómo introducirse dentro del refugio donde aquellos seres trataban de sobrevivir.

Tras el viento vino una cascada de agua. Christopher creyó que se había roto la tubería del drenaje pero Vianney lo corrigió. Ese líquido dulce y frío era un desprendimiento del huracán. Igual que esos novios, el animal quería llegar lo más pronto posible al lobby. El estruendo ventoso continuó alimentando el miedo. Ella cuenta que, para espantarlo, se puso a pensar en lo fundamental: en el beso de sus padres, en el café de la mañana, en los días soleados, en fin, en todo aquello que probablemente no volvería a experimentar.

De la nada, la furia de la naturaleza descendió a categoría de enojo. Entonces, el grupo de adultos mayores decidió que era momento de poner los pies en tierra firme. Cuando aquellos huéspedes mojados llegaron por fin a la planta baja la encontraron desmantelada. El techo estaba en el piso y el piso en las paredes. Nada se parecía al lugar dónde Vianney y Christopher habían estado aquella misma tarde.

No pudieron permanecer mucho tiempo ahí porque el Calinda Beach apestaba a gas. Aquello era una bomba a punto de estallar. Asomaron entonces la nariz para ver el boulevard y junto a ellos un fulano encendió un cigarro. Ante la mirada reprobatoria el tipo dio dos caladas y luego arrojó lejos su vicio.

Había que apartarse de ese lugar así que aquellos novios siguieron al grupo de adultos mayores que se dirigió a un hotel vecino cuya construcción, según se enteraron, había resistido mejor. Afuera, la calle se había convertido en un río. Vianney recuerda a una mujer anciana que avanzaba con su bastón a pesar de que el agua superaba sus rodillas.

Hacia las 12 del día del miércoles comenzaron a aparecer los vehículos del Ejército. A los primeros que sacaron de ahí fue obviamente a los mayores. Christopher y Vianney entendieron que, por su juventud, no eran prioritarios. Deambularon por horas hasta que dieron con un motel que les cobró una fortuna para alojarlos. No tenía luz ni agua, y ellos estaban terriblemente hambrientos. Mejor se rindieron al sueño. Durmieron desde las seis de la tarde del miércoles hasta las diez de la mañana del jueves.

A esa hora lograron llegar a la estación de camiones y pudieron subir a un autobús que salía de vuelta a México. Aun así, tardaron cinco horas en abandonar Acapulco. Les detuvo una horda de gente que asaltaba todo cuanto se encontraba a su paso. El pillaje fue la última garra del huracán Otis. La furia natural convertida en mezquindad humana que, según Vianney, medía más de dos kilómetros.

Por fin, hacia las siete de la tarde del jueves, ella pudo comunicarse por mensaje con sus padres. Su familia la temía muerta. Lloraron todos mientras aquel vehículo de pasajeros rodaba camino a la estación Taxqueña, donde el abrazo de los suyos les recibió sabiendo que un milagro así no se sobrevive dos veces.

Ámbito: 
Nacional