El trauma, como la primera infancia, se compone de instantes que una ve en presente. Son flashes en la memoria, como las imágenes entre las luces y las sombras de una discoteca. En mi caso, veo el café derramándose en mi escritorio, la ventana del estudio volando hacia afuera, el instante cuando pienso: esta mañana desde acá vi los volcanes, la llave quebrándose en la cerradura de la puerta, el cuadro que amo, de Alfredo Sosabravo, y miro desde abajo, mientras me acurruco en un rincón de la sala, la zanja en lo alto de la pared, como un camino que se abre y cruje, del comedor a la terraza, el instante cuando pienso: después caerá el techo, mis niños son muy chicos, no se acordarán de mí, la sangre en mis piernas, que descubro después, cuando ha dejado de romperse todo y grabo un video diciendo quién soy y que estoy viva.
Han pasado más de seis años desde aquel septiembre de 2017. Aún tuve pesadillas toda esta semana antes de escribir el párrafo anterior, desde que decidí: hablaría sobre mi trauma en esta Linotipia. Lo hago porque hablar del trauma importa, como hablar de narcotráfico y democracia, en un país como México, donde el trauma es ya una forma de vida, como la soledad lo es en otros países. Importa, porque he aprendido que el trauma no te inhabilita, te empodera.
Al día siguiente del terremoto, otro instante: la certeza de que ya estaba fuera de un ciclo en mi vida donde me sentía atrapada. Poco después, me divorcié y busqué un nuevo departamento. En cada visita a algún sitio potencial, después de ver las habitaciones, le pedía a la agente de bienes raíces que esperara un momento. Debía comprobar algo. Corría a la calle con mis niños, contando los segundos.
El primer sitio que vimos era lindo, pero un piso alto, 45 segundos. Otro que nos gustó estaba a 27. Finalmente, elegí un departamento pequeño y ruidoso en un primer piso, a 12 segundos de la calle. Lo pinté de colores, y fabriqué una nave espacial con cajas de cartón para mis niños. En esa nave, conquistamos Marte y visitamos Plutón.
Casi un año después del terremoto, conocí al amor de mi vida. Le conté que soñaba con postular a una maestría en la mejor escuela de periodismo del mundo, pero no me atrevía. "Deberías hacerlo, te aceptarán", dijo. Para entonces, ya era claro que no saldría de aquellos instantes en mi memoria solo con el cariño de mi familia, de mis amigos y la solidaridad de mis colegas. Aún miraba obsesivamente los vasos de agua, para detectar cualquier movimiento, y despertaba en la noche si algún ruido me parecía una alerta. Me costaba escribir durante casi todo septiembre. En los días más oscuros, escuchaba una canción de Joaquín Sabina: "Superviviente, sí, ¡maldita sea!, nunca me cansaré de celebrarlo (...) si me tocó bailar con la más fea, viví para cantarlo".
Fui al siquiatra. Me diagnosticó estrés postraumático y me recetó antidepresivos. Comencé una terapia que me hizo mirar adentro, un terreno casi desconocido para alguien como yo, entrenada para indagar y contar historias de otros. Desde aquellos días empecé a pensar en el tatuaje. Primero creí que me tatuaría "19S" en la muñeca. Quería llevar la fecha que me marcó. No lo hice. Sería perpetuar el dolor, seguir anclada en un momento de donde ya había salido.
Cuatro veranos después del terremoto, nos mudamos a Nueva York. Había ganado dos becas para estudiar en la mejor escuela de periodismo del mundo. Por primera vez, desde que comencé a cubrir narcotráfico y corrupción, caminé sin mirar atrás, sin miedo. Desde entonces, dirigí primero una unidad investigativa y luego toda una redacción, he enfrentado a mis demonios, he aprendido a decir no.
Hace unos días, mis niños me acompañaron hasta el icónico Times Square de Manhattan. Subimos una escalerita hasta un cuatro piso, donde nos encontramos con una artista italiana. Le pedí que me tatuara una frase: Vivir para contarlo. No quería que el tatuaje me recordara el dolor sino la resistencia. Mi hijo menor escribió la primera parte y el mayor la segunda. La artista lo escaneó, lo corrigió y me lo tatuó. Vivir para contarlo. Lo bueno y lo que duele. Vivir el luto, el desafío, la fiesta.
Durante muchos años, hemos creído que el trauma y los problemas de salud mental son temas privados, que avergüenzan y por ende se ocultan. Ya no lo veo así. Así que vengo a dejarte aquí mi trauma. Úsalo para acompañar el tuyo, si te sirve.
@penileyramirez